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La dulzura de Dios

Solemnidad de Pentecostés – Ciclo B


La maestra preguntó si alguien sabía explicar quién era Dios. Un niño levantó la mano y dijo: “Dios es nuestro Padre. Él hizo la tierra, el mar y todo lo que está en ella. Nos hizo sus hijos. Nos dio su mismo Espíritu para que podamos conocerle y vivir como Él”. La profesora fue más lejos: “¿Y cómo sabéis que Dios existe si nunca lo visteis?”. Toda el aula quedó en silencio… Sonia, una niña muy tímida, levantó su manita y dijo: “Mi madre dice que Dios es como el azúcar en la leche que cada mañana me prepara; yo no veo el azúcar que está en la taza mezclada con la leche, pero si no la tuviera no tendría buen sabor. Dios existe, Él está siempre en medio de nosotros, sólo que no lo vemos; pero si Él se fuera, nuestra vida quedaría sin sabor”. La profesora sonrió, le dio un beso y dijo: “Muy bien, Sonia, yo os enseñé muchas cosas, pero tú me has enseñado algo más profundo que todo lo que yo sabía. ¡Ahora sé que Dios es azúcar, y que está todos los días endulzando nuestra vida!”. Y es que la verdadera sabiduría no está en el conocimiento intelectual, sino en la vivencia de Dios en nuestras vidas. Teorías existen muchas, pero dulzura como la de Dios no existe ni en los mejores azúcares. Esta dulzura se llama Espíritu Santo.


“Cuando venga el Defensor que os enviaré desde el Padre, el Espíritu de la verdad, él dará testimonio de mi... y también vosotros daréis testimonio” (Jn 15, 26s). Hoy, Solemnidad de Pentecostés, hacemos memoria de la irrupción del Espíritu Santo en la vida de los primeros discípulos de Jesucristo: les otorgó fortaleza y sabiduría, creó comunión, y les constituyó como “testigos y apóstoles”. Hoy pedimos que venga a nosotros el Espíritu Santo; que vuelva -o que no se vaya- ese Espíritu ya recibido en el Bautismo y la Confirmación, y que nos hizo hijos de Dios y hermanos. En quince días, la víspera de la Solemnidad del Corpus Christi, 57 alumnos de la UCAM y una joven del personal de administración y servicios, recibirán el Sacramento de la Confirmación, el don del Espíritu Santo para ser “testigos y apóstoles”.


Somos “hermanos de Espíritu” y, por tanto -aunque no lo veamos- tenemos en común las consecuencias de su presencia: el Espíritu nos hace fuertes, el Espíritu nos guía a la Verdad, el Espíritu nos lanza a la misión -anuncio del Evangelio y testimonio de vida-. Y el Espíritu produce en nosotros sus frutos: “amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, lealtad, modestia, dominio de sí” (Gal 5, 22.23a).


Vas remando en una barca; avanzas, poco a poco, con mucho esfuerzo; pero si despliegas las velas, el viento las empuja y vas más aprisa. La barca es tu vida: vas remando con esfuerzo hacia la meta, hacia el ideal, ser más, valer más, hacer más bien… Despliegas las velas; el Espíritu, como viento fuerte, te mueve y te hace avanzar más rápido hacia el amor. Dejemos soplar con fuerza al Espíritu, alentemos su acción y dejémonos sorprender, como los primeros apóstoles, por su viento impetuoso y su potencia de vida: “Se llenaron todos de Espíritu Santo -leemos en el libro de los hechos de los Apóstoles- y comenzaron a hablar en lenguas, y todos les entendían…”.


Y, muy importante, “no olvides poner azúcar en tu vida”.


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