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La paradoja cristiana

Glosa dominical Domingo IV Tiempo Ordinario ​Los cristianos somos los seres de la paradoja: somos ciudadanos de este mundo, trabajamos en él, vivimos en él y por él damos la vida, y sin embargo no es nuestra morada, no es nuestro final. La liturgia nos presenta hoy dos ejemplos de esta paradoja que es “vivir en cristiano”: la bellísima página de las Bienaventuranzas, carta magna de la felicidad evangélica y autorretrato de Jesucristo, y la descripción que hace Pablo de los criterios que tiene Dios para elegir a sus colaboradores.

​El mundo al revés. ¿A quién se le ocurre decir que la humildad, la pobreza y la sencillez son actitudes fundamentales para ser felices? Las Bienaventuranzas resultan incomprensibles en un mundo que valora a los ricos y a los que tienen poder y desprecia y margina a los pobres y sencillos, a los de corazón lleno de mansedumbre, a los de ojos limpios, y que persigue al que trabaja y lucha por la paz y la justicia… Hace poco leía: “La arrogancia siempre es señal de ignorancia. El que sabe que no sabe ya sabe mucho y puede aprender; el que cree que lo sabe todo no sólo no sabe sino que es incapaz de aprender. Para conocer la verdad hace falta una buena dosis de humildad. Para ver dónde uno pisa hay que bajar la cabeza”. En esta línea, qué oportunas las palabras de Pablo: “Fijaos en vuestra asamblea… lo necio del mundo lo ha escogido Dios para humillar a los sabios… lo que no cuenta para anular a lo que cuenta…”. Ya Sofonías lo anunció de parte de Dios: “Dejaré en medio de ti un pueblo pobre y humilde, que confiará en el nombre del Señor”.

​En el fondo está la soberbia y autosuficiencia humanas que, especialmente tras la postmodernidad, niega todo absoluto, toda cosmovisión, toda posibilidad de alcanzar la verdad, y da como fruto una concepción dominante que pretende afirmar “sólo” lo que pase por mi razón, sólo lo que sienta o me apetezca; el resto o no tiene valor o no existe. Bienestar momentáneo, “carpe diem” sin futuro. Jesús dirá más tarde: “Te doy gracias, Padre, porque has escondido estas cosas a los sabios, y se las has revelado a los sencillos”. Sólo el sencillo, el humilde, encuentra a Dios, porque le busca sinceramente. Sólo éste puede entender la revolución que supone el programa de felicidad que es el Sermón de la Montaña, y que tiene su preámbulo en las Bienaventuranzas. Vivir las Bienaventuranzas no es ser “bicho raro”, es una llamada a reconocer que vivimos con un pie en cada orilla de las dos que conforman el río de la vida.

No intentes explicarte esta Palabra. Más bien acoge la Palabra. ¡Ojalá te suene bien! ¡Ojalá tu espíritu se regocije como si algo nuevo, bello, verdadero, oxigenante y salvador… se abriera en tu vida! Si es así grita “¡Gloria a Ti, Señor! Amén”. Y guarda esta Palabra en tu corazón como un tesoro-semilla destinado a producir fruto, como hizo la Virgen María ante aquel anuncio también incomprensible del arcángel Gabriel; y entonces, con ella y como ella, responde “¡Hágase en mí según tu Palabra!”.

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