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Pido la palabra

Resulta curioso que, en tiempos donde cada región reivindica el uso de su lengua particular como algo prioritario, casi sagrado y, precisamente, cuando más lenguas diversas aparecen en el universo de cada estudiante, en esta hora que nos toca vivir de interconexiones mundiales y de traducciones simultáneas, cada vez asistimos más a la disparatada y tremenda situación de hacer uso de forma abusiva de palabras que no dicen nada, que no transmiten ni comunican nada, porque son palabras sin contenido, infladas, vacías.


¡Cuántas promesas infundadas! Y, lo que es peor, ¡Cuantas promesas incumplidas!, que han terminado por romper uno de los ritos creados en torno a la palabra y que sellaba como pacto sin tinta ni papel lo que ninguna de las partes se atrevía a violar: Con las manos entrelazadas tan solo era necesario decir con convincente afirmación: “¡palabra de honor!”. Y, sin embargo, cada vez más, hemos terminado por, ni siquiera, reaccionar ante promesas de los que parten del supuesto de que “de aquí a entonces, no se acordarán”, muy común, por desgracia, en bastantes de los políticos que nos representan. Algunos, incluso, como si todos fuéramos inocentes, nos quieren llevar a disfrazar lo que comporta “mentir” con “rectificar”.


Las palabras están llamadas a ser palabras-verdad porque, a través de ellas, los humanos necesitamos buscar verdades que construyan y edifiquen nuestras relaciones, vehículos de serios compromisos, de éticas disposiciones. Personas “de palabra” que no disocian ni divorcian el decir y el hacer… Por el contrario, las palabras pasan con demasiada frecuencia a ser palabras-mentira, con todo lo que comporta de heridas en el tejido social, de crimen que mina nuestra propia cultura y nuestros logros más imantados, de lacra que como polilla extendida, termina por desmoronar las relaciones afectivas y todo lo que tenga que ver con la ínter-subjetividad humanas. Si, palabras cargadas de sutiles o descarados engaños que lejos de clarificar, propio de las palabras, generan mayores dudas.


Las palabras deberían de ser palabras-entendimiento, en toda su amplia riqueza, que nos lleva a la sana pluralidad y a los necesarios diversos puntos de vista, en constante búsqueda de cauces que nos interconecten y nos pongan, poco a poco, en la misma dirección. Palabras que logren mayores cotas de consenso, a través de jugosos diálogos, y expresiones claras que aborden, sin miedos, la realidad. Y tristemente cada vez más, la palabra genera torres de Babel cuando se presenta como mera palabrería, como palabra-ruptura, porque la devaluación de la palabra no hace sino contaminar la ya de por sí devaluación de la persona, su historia, sus valores y sus principios, en la hora presente. Además, se ha extendido como una pandemia imparable (yo mismo tengo que reaccionar dejándome vacunar para frenar al “tigre” que todos llevamos dentro) el tratarnos los unos a los otros con palabras-insultos y palabras-juicios que, tanto dañan la convivencia y nuestros anhelos de fraternidad.


Muchos dicen sin saber lo que dicen o lo que quieren decir; otros dicen lo que el interlocutor quiere oír o, por el contrario, piensa que le molesta; muchos dicen desde la apariencia lo que se desmorona fácilmente porque lo dicen pero no lo hacen. Con pasmosa asiduidad muchos dicen en una misma sola frase, varias mentiras y, tantos otros, callan vilmente verdades que nunca debieran de silenciarse. Y ya está generalizado, en nuestras habituales conversaciones de casa y calle, aquel principio periodístico y político estratégico que reza: “te pregunten lo que te pregunten, tú siempre contesta lo que te dé la gana”.


Estamos rodeados de vendedores de palabras dispuestos a utilizarlas como moneda de cambio con mayor o menor valor dependiendo de quien esté dispuesto a negociar. Y esto no solo me parece que mancha la esencia del ser humano, lo que es y a lo que aspira, sino que se trata de algo tremendamente peligroso.


También, en nuestra Iglesia, hemos de revisar nuestra forma de predicar, de catequizar, de evangelizar, de saber decir… Porque es frecuente encontrarnos con quienes dicen mucho sin que cale nada, en los momentos fundamentales, donde tantos necesitan palabras de perdón, de consuelo, de esperanza o de misericordia y les llegan, sin embargo, fórmulas y expresiones cargadas de frialdad, frío ritualismo e incomprensión.


Recordando a Blas de Otero, hoy yo también “pido la paz y la palabra”. Porque si devaluamos la palabra deja de tener sentido lo que hoy he dicho porque mañana ya no sirve. Devaluando la palabra la desvestimos de todo el poder de entendimiento, de concordia y de posibilidades de paz que lleva consigo. Vaciando la palabra de contenido pierde toda su fuerza denunciadora y profética necesaria para que las personas y los pueblos avancen. Si dejamos que “las palabras se las lleve el viento” tiramos por tierra las herramientas que nos pueden situar ante el Logos, fuente y manantial de toda palabra humana y humanizadora.


En una ocasión leí que los guaraníes dicen que: "La palabra es el alma y perderla es morir". Me pregunto si no estamos languideciendo como sociedad, cada vez más enferma de yoísmo, de afán desmedido de acaparar y de tener, enferma de ansias ilimitadas de poder, de relaciones frágiles que, con facilidad, se agreden y se rompen, de afecciones ideologizadas irracionales y acríticas, de interrelaciones marcadas por la fachada y la frivolidad,… porque estamos perdiendo el valor, el gran valor de la palabra como el alma que alienta el vivir de quienes no podemos dejar de ser comunidad de habla.

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