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Pureza de corazón

«¿Sabes tú, hermano, lo que es la pureza de corazón?». Hoy, tus 15mins. de oración, junto a E. Leclerq.


Compartimos el texto para seguir la reflexión.

 

PUREZA DE CORAZÓN – E. Leclerq.


Francisco preguntó a León:


-¿Sabes tú, hermano, lo que es la pureza de corazón?


-Es no tener ninguna falta que reprocharse-, contestó León sin dudarlo.


-Entonces comprendo tu tristeza-, dijo Francisco. Porque siempre hay algo que reprocharse.


-Sí, dijo León-, y eso es precisamente lo que me hace desesperar de llegar algún día a la pureza de corazón.


-Ah, hermano León, créeme -contestó Francisco-. No te preocupes tanto de la pureza de tu alma. Vuelve tu mirada a Dios. Admírate, alégrate de lo que él es: todo santidad. Dale gracias por él mismo. Eso es, hermanito tener puro el corazón. Y cuando te hayas vuelto así hacia Dios, no vuelvas más sobre ti mismo. No te preocupes de dónde estás respecto a Dios. La tristeza de no ser perfecto y de encontrarte pecador es todavía un sentimiento humano, demasiado humano. Es preciso elevar tu mirada mucho más alto: Dios, la inmensidad de Dios y su inalterable esplendor.


El corazón puro es el que no deja de adorar al Dios vivo y verdadero. Toma un interés en la vida profunda de Dios y es capaz en medio de todas sus miserias, de vibrar con la eterna inocencia, la eterna alegría de Dios. Un corazón así está a la vez despojado y colmado. Le basta dejar que Dios sea Dios. En eso mismo encuentra toda su paz, toda su alegría, y Dios mismo es entonces su santidad.


-Sin embargo, Dios reclama nuestro esfuerzo y nuestra fidelidad, -observó León.


-Es verdad. -respondió Francisco-. Pero la santidad no es un cumplimiento de sí mismo ni una plenitud que se da. Es en primer lugar un corazón vacío que se descubre y que se acepta, y que Dios viene a llenar en la medida en que uno se abre a su plenitud.


Contemplar la gloria de Dios es descubrir que Dios es Dios, eternamente Dios, más allá de lo que somos o podemos llegar a ser. Gozarse de lo que él es. Extasiarse delante de su eterna juventud y darle gracias por él mismo, a causa de su misericordia indefectible, es la exigencia más profunda del amor que el Espíritu del Señor no cesa de derramar en nuestros corazones. Y eso es tener un corazón puro, pero esta pureza no se obtiene a fuerza de puños ni de ponerse en tensión. Es preciso simplemente no guardar nada para sí, nada de uno mismo. Barrerlo todo, aun esa percepción aguda de nues­tra miseria; dejar sitio libre; aceptar ser pobre; no ver más que la gloria del Señor y dejarse irradiar por ella. Dios es, eso basta. El corazón se siente entonces ligero, no se siente ya él mismo, como la alondra embriagada de espacio y de azul. Ha aban­donado todo cuidado, toda inquietud. Su deseo de perfección se ha cambiado por un puro y simple querer a Dios.

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