Solemnidad de Todos los Santos – Ciclo B
Para dar con un santo o una santa no hace falta recurrir al santoral o buscar en el año cristiano. Todos los días, en cualquier esquina, en cualquier momento, en muchos acontecimientos que ocurren a nuestro alrededor podemos ver cómo Dios sigue tallando santos de carne y hueso, hombres y mujeres que le aman… ¡y se nota! Son aquellos que ¡dejan huella!, que nos ayudan a ser mejores, que nos ofrecen un estilo de vida especial. Son personas que, sin hablar, se dedican en cuerpo y alma a los más pobres; personas que, quizás sin mucha cultura, pero con mirada afable, nos indican que la bondad es un milagro permanente, capaz de cambiar la tristeza en alegría, el odio en amor, y la incredulidad en fe. Para ellos es esta fiesta de hoy, esta Solemnidad; es un día grande, hermoso, en la vida de la Iglesia.
Dios, el único que es Santo, ha diseminado millones de semillas de santidad a lo largo y ancho del mundo. La santidad no es una conquista humana, no puede ser fruto de esfuerzos y puños; sería muy cansado y agotador. La santidad es la invitación gozosa de Dios a participar de su misma esencia. El Santo nos quiere “santos”. Juan Pablo II nunca se cansó de repetirnos esta invitación: “¡Sed santos!… ¡No tengáis miedo a ser santos!… ¡Abrid de par en par las puertas a Cristo!”.
Si esto es así, entonces ¿por qué ponemos tan poco entusiasmo en buscar la santidad? ¿Quizás porque al oír la palabra “santo” miramos hacia los altares y no a nuestras casas, pensamos en las aureolas sobre sus cabezas y no en las herramientas del trabajo diario? El único enemigo de la santidad es la mediocridad. Pero el verdadero paralizante de la santidad es pensar que ellos, los santos, son una realidad tan superior a nosotros que nos es imposible alcanzar. ¿Qué tuvieron de extraordinarios Agustín de Hipona, Teresa de Jesús, Francisco de Asís, Catalina de Siena, Vicente de Paul, Luis Gonzaga, Ignacio de Loyola… y tantos otros? Humanamente nada distinto a nosotros, pero sí hicieron una cosa: supieron dejar a Dios ser Dios en sus vidas. ¡Se dejaron hacer por Dios! Fueron sencillos instrumentos en sus manos, y Dios hizo con ellos música que deleitara al mundo. Como ellos, tantos y tantos anónimos con los que compartimos mesa y café, apellidos y estudio o trabajo. Cada uno podemos santificarnos en nuestro actuar diario, con nuestros dones y carismas puestos al servicio de Dios.
La Fiesta de Todos los Santos nos invita a tomar conciencia de nuestra vocación: reflejar la santidad de la Iglesia, Pueblo de Dios; nos anima al optimismo; a mirar al cielo, a seguir en la carrera… sin olvidar que es el mismo Jesucristo quien nos ofrece ocho caminos para la santidad: las Bienaventuranzas. Si las hacemos nuestro itinerario de felicidad seguro que escucharemos: “¡Dichosos vosotros!… ¡Estad alegres y contentos, porque vuestra recompensa será grande en el cielo!”.
Y, antes de acabar, os invito a una oración por los fallecidos y afectados por la DANA de días pasados: ¡Señor, consuela, como sólo tú sabes, los dolores, sufrimientos, vacíos y carencias de nuestros hermanos, y haznos cercanos a ellos!
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