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¿Consenso democrático sin verdad?

En la Ética a Nicómaco, Aristóteles afirma que “la democracia es la menos mala de las desviaciones, porque se desvía poco de la forma de la república”1. Más adelante manifiesta que, entre los regímenes oligárquicos y democráticos, “forzosamente será mejor el que más se aproxime a éste, y peor el que diste más del régimen intermedio”2. No obstante, también advertía Aristóteles, al igual que su maestro Platón, que la democracia no era considerada una buena forma de gobierno, ya que por principio era demasiado incluyente y corría el riesgo de que se opinara y se votará irracionalmente sobre determinados problemas que requerían conocimiento de causa para ser resueltos.


Siendo conscientes del gran avance que supone la sociedad democrática contra todo régimen dictatorial y represivo cabe advertir que también la democracia tiene sus límites cuando se desvincula de los valores morales inherentes a la naturaleza humana. En nuestros días el moderno concepto de democracia se presenta en estrecha unión con el relativismo como única garantía de la libertad3. Desde esta premisa no cabe otra máxima que abrazar el nihilismo moral que se presenta como fundamento de la democracia. Una democracia así entendida, “necesita hombres sin convicciones, seres ágiles, ligeros, liberados del fardo del valor, sin escrúpulos morales que les impidan brincar de una constelación de sentido a otra”4.


Un paradigma de hombre democrático lo encontramos en Poncio Pilato, quien al preguntar “¿qué es la verdad?” lo hace sin esperar contestación alguna. No está abierto a dejarse interpelar por la verdad que pudiera descubrir en su conciencia, sino que se dirige a la multitud para que sea esta, la masa, quien decida con su voto y dictamine lo que se debe hacer, lo “mejor” para la mayoría: “conviene que uno muera por el bien del pueblo”. En esta maniobra Pilato, desde la reciente llamada “dictadura del voto”, expresa el necesario escepticismo que debe caracterizar al político, quien ha sido entrenado para ser desconfiado, incrédulo, indiferente, desinteresado y frío. Su credo es no creer en nada: ni en la verdad, ni en el bien ni en la justicia. El perfecto demócrata relativista y vacío es el que se encoge de hombros, el que se lava las manos ante los dilemas morales y los traslada a la mayoría. Así las cosas, el demócrata Pilato se muestra sin escrúpulos, no se deja llevar por los remilgos morales, sino que obra con pulcra exquisitez democrática, atento sólo a las formas externas, atendiendo a la única verdad y bien de la mayoría, aunque esto suponga sentenciar a muerte a un inocente. En este escenario, lo que llevaría a la muerte a un hombre no es su culpabilidad o inocencia sino el juicio de la mayoría. De igual modo, en la misma escena, lo que lleva al indulto de un asesino -Barrabás- no es sino la misma decisión de la “mayoría parlamentaria”.


Para Rorty, principal defensor de la utopía banal, los valores absolutos, las convicciones firmes y los principios incondicionados no tienen cabida en la nueva sociedad liberal democrática. El único valor incuestionable es el bienestar, el goce y la calidad de vida. En este sentido la libertad debe ser liberada de los valores morales ya que estos le podrían cortar las alas. De ahí la necesidad de tomarse la responsabilidad (respuesta a los valores) medio en broma y unir democracia a relativismo, donde el único criterio es la convicción mayoritariamente compartida.


Sin embargo, dado el carácter ético de la acción humana, evadir o ignorar los imperativos morales conlleva a una involución personal y social que a la larga no beneficia a nadie. Por ello, el punto de vista moral abre un horizonte de incondicionalidad que marca la frontera de los pactos y acuerdos posibles. Condenar al inocente, utilizar en beneficio propio el poder, quitar la vida a un hombre o privarlo de sus derechos inalienables, son acciones que siempre serán reprobables. Ninguna situación histórica, particularidad cultural o razón política puede eliminar su ignominia. Joseph Ratzinger afirma al respecto que “apartarse de las grandes fuerzas morales y religiosas de la propia historia es el suicidio de una cultura y una nación. Cultivar las evidencias morales esenciales, defenderlas y protegerlas como un bien común sin imponerlas por la fuerza constituye (…) una condición para mantener la libertad frente a todos los nihilismos y sus consecuencias totalitarias”5.


Desde aquí entendemos la gran necesidad hoy, en el ámbito político-social y eclesial, de personas que sigan no tanto la corriente subjetiva de la mayoría haciendo oídos sordos a la verdad objetiva sobre el bien, sino hombres y mujeres de conciencia, que no compren tolerancia, bienestar, éxito, reputación y aprobación públicas renunciando a la verdad, sino que estén dispuestos incluso a sacrificar su propio bienestar, éxito, reputación y aprobación pública en defensa de la verdad que se revela en la conciencia. Tomás Moro y J. H. Newman son dos claros ejemplos de cómo la obediencia a la verdad debe estar por encima de las instancias sociales y los gustos personales, aunque para ello se vea en algunas ocasiones comprometida la propia vida.


En suma, la democracia puede seguir siendo hoy uno de los mejores sistemas de gobierno, pero siempre y cuando esta democracia no rompa su dependencia y vínculo esencial con la justicia, el bien y la verdad. Dependencia que ha sido expresada de manera nítida y autorizada por las palabras de Cristo: “Conoceréis la verdad y la verdad os hará libres” (Jn 8, 32).


 

1 Ética a Nicómaco 1160 b.

2 Política 1296 b.

3 Cf., Joseph Ratzinger, Verdad, valores, poder. Rialp, Madrid, 2020. 84.

4 Ibid., palabras de José Luis del Barco. 11.

5 Joseph Ratzinger, Verdad, valores, poder, o.c. 35.

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