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Cuando decir «no» es decir «sí»


En nuestra sociedad actual, nos encontramos en muchísimas ocasiones ante decisiones en las cuales cabe tomar dos opciones, responder sí o responder no. Sin embargo, por motivos culturales, de madurez personal,  de una falsa concepción de la obediencia, y de muchos otros factores, nos sentimos obligados a decir “sí”  cuando realmente, queremos decir “no”. Esto, es la fuente, hoy en día de muchos abusos de poder, de  conciencia, psicológicos y sexuales; que lastran nuestras vidas y las marcan de forma inevitable para siempre. 

Este tema, que me han propuesto un grupo de universitarios a los que conozco, se puede abordar desde  muchos puntos de vista: psicológico, sociológico, cultural, político, religioso… también desde la filosofía  subyacente, desde los valores y principios de una u otra sociedad; desde el punto de vista de los que tienden  a abusar, o las estructuras de pecado; también, desde el punto de vista de las víctimas y un largo etc. Sin  embargo, en este artículo no tengo la pretensión de entrar en este campo de minas, sino que me gustaría  abordarlo desde un punto de vista positivo y creo que es el primero y más necesario de todos, que es el de  la dignidad humana. Para ello, la antropología teológica nos va ayudar a comenzar este diálogo con nosotros  mismos, partiendo de una pregunta fundamental, pero, a la vez, poco tenida en cuenta para abordar estos  temas… ¿quién soy yo?, diría el salmo: ¿qué es el hombre para que te acuerdes de él? (Salmo 8, 4). Al fin y  al cabo, ¿quién o qué es el hombre? Comencemos por el inicio.


Cuando en teología hablamos de antropología teológica, esta está íntimamente  ligada a la Salvación y por tanto, podemos decir que, la Revelación1 misma, está ligada a la Salvación. Así, , desde un punto de vista soteriológico, afirmamos que todo está ordenado a la Salvación. Desde un punto de  vista epistemológico, la Revelación no se puede entender sin comprender al ser humano que la recibe. La  teología contemporánea tiene en cuenta estos dos aspectos ligados entre sí, de tal manera, que no sólo  hablamos de un único centro teológico: Dios, sino también del hombre. No es sólo Dios que toma la iniciativa  en su plan salvífico, sino también el hombre que ha sido hecho por Dios para el encuentro con Él. Podríamos  decir que hay dos protagonistas. Por supuesto, no al mismo nivel, pero sí de una manera mucho más cercana,  y que se implican mutuamente. Un ejemplo, de esto que acabo de mencionar, según K. Rahner, es la  Encarnación. Podemos pensar en ésta como Dios que se encarna, pero también podemos pensarla como la  aspiración del hombre en todo el cosmos al encuentro con Dios. En este caso, Rahner considera que es un  movimiento no natural del ser humano, ya que, el hombre tiene la capacidad de conocer a Dios por la gracia  (sobrenatural), esto es, tiene capacidad “de la Encarnación”. Por tanto, si Cristo ha abrazado la Encarnación,  toda nuestra humanidad puede abrazar la Encarnación. La naturaleza humana es, en sí misma, capacidad de  ser asunta por el Verbo. La Encarnación del Verbo no es un milagro que acaba en sí mismo. La Encarnación está mucho más integrada en la naturaleza humana, no es una excepción, ni un advenimiento concreto; todo  el cosmos aspira a la unión con Dios, cuya plenitud se da en Cristo, en su Encarnación2. Vemos, que sin  desvalorizar a Dios, y sabiendo que Dios siempre es siempre mayor que el hombre, Rahner nos ofrecer un  punto de vista que nos ayuda a acercarnos a una comprensión de la teología como antropología cristológica  que puede iluminar nuestra reflexión.


Demos un paso más en esta reflexión. Hay un texto en el Concilio Vaticano II que es capital (GS 22) y del que debemos subrayar unos aspectos3. Para seguir respondiendo a nuestra primera pregunta sobre qué es el hombre, debemos tener en cuenta la Revelación, y por otro lado a la persona Jesús de Nazaret. Jesús nos revela dos elementos esenciales de lo que significa ser humano: ser para Dios (somos respuesta a Dios) y ser con y para los demás. El Concilio nos habla de que el hombre es un misterio, un misterio que somos incapaces de desvelar por nosotros mismos, por un lado, porque estamos creados a imagen y semejanza de Dios, que también es misterio (aunque no al mismo nivel), por otro lugar porque el pecado influye en nuestra vida, y en último lugar, porque el que conoce, también es el hombre, no conoce bien, porque también está afectado por el pecado y su conocimiento es limitado y, más o menos, podemos decir que está pervertido por el pecado. Por ello, en Cristo tenemos la Revelación del Padre (que nos ayuda a poder acercarnos al misterio de Dios y conocerlo) y a la vez, Cristo nos revela en Jesús al hombre perfecto; por lo que en Jesús, en cada paso de su vida, tenemos la revelación de quién es Dios y de quién es el ser humano. Así Jesús revela la altísima vocación del ser humano, la divinización, la conformación a y con Cristo. Sin Cristo, no podemos comprender al Verbo, ni qué es el hombre. Cristo es el hombre perfecto.


Vemos así, que Cristo, situado en el centro de la Salvación y como aquel que puede revelarnos el misterio de Dios y el misterio del hombre, ilumina la pregunta con la que comenzábamos este artículo: la respuesta sobre el hombre la encontramos en Cristo y la Salvación hacia la que todo el cosmos se orienta, es obrada por Dios para el hombre. Estos dos elementos, a los que he intentado llegar, espero sin haber complicado mucho la reflexión, nos ayudan a ver la gran dignidad del hombre que no puede ser alienada por nada ni por nadie, más aún en nombre de nada ni en nombre de nadie… porque no hay ningún bien mayor en el mundo, que el hombre. Nosotros hemos sido creados para ser reflejo de la gloria de Dios (cf. 2 Cor 3, 18). No hay nada que esté por encima del ser humano más que Dios, que sólo quiere nuestro bien, nuestra plenitud… compartir su vida divina con nosotros. El hombre es llamado a la libertad y por ella a la caminar en la verdad, para algún día, alcanzar la verdad plena.


Por esta razón, es importante saber a qué dignidad hemos sido llamados, la de ser Hijos de Dios (Jn 1, 12). Esta dignidad está por encima de toda raza, cultura, condición, edad, posición social, jerarquía… para Dios, todos somos sus hijos amados. Por ello, ¿quién tienen poder para hacernos hacer algo en contra de lo que estamos llamados a ser? ¿en contra de nuestra vocación? Nadie. Y mucho menos, en nombre de Dios o de la Iglesia. La dignidad humana, enraizada en la filiación divina es parte central del acontecimiento salvífico, que supera toda concepción humana y que adquiere el calificativo de “sagrado”. La conciencia, lugar donde habita Dios en nuestra alma, y lugar desde el que nuestra libertad toma sus decisiones en comunión con Dios es sagrario de Dios. Incluso, si está errada, debe ser respetada. En el caso de errada, siempre podremos rezar por esa persona y confiar en la gracia y los medios sobrenaturales que los sacramentos y la Palabra de Dios obran en el alma.


¿Dos ejemplos de cuando decir “no” es decir “sí”? Por ejemplo: decir no a las drogas es decir sí a la vida. Decir no a lo que la mayoría hace cuando está objetivamente mal, es decir sí a la verdad.


Mi invitación, y con esto termino, es que siempre hagáis un buen discernimiento a la hora de decir “sí” o de  decir “no”. No es fácil en muchos casos, pero siempre recordad la llamada sobrenatural que Dios nos hace y  el amor que nos tiene. Os ayudará a responder en el amor y en la verdad de Cristo.


 

1“Dispuso Dios en su sabiduría revelarse a Sí mismo y dar a conocer el misterio de su voluntad, mediante el cual los hombres, por medio de Cristo, Verbo encarnado, tienen acceso al Padre en el Espíritu Santo y se hacen consortes de la naturaleza divina (…) Pero la verdad íntima acerca de Dios y acerca de la salvación humana se nos manifiesta por la revelación en Cristo, que es a un tiempo mediador y plenitud de toda la revelación” (DV 2)

2 Cf. K. Rahner, “ Nuovi saggi. Vol. 3: Il volto attuale e futuro della teologia. Dio e Cristo. Antropologia teologica. Ecclesiologia.  Sacramenti. Escatologia. Chiesa e mondo”. Ed. Paoline (1969), pp.: 36ss

3 En realidad, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado. Porque Adán, el primer hombre, era  figura del que había de venir, es decir, Cristo nuestro Señor, Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre  y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación. Nada extraño, pues,  que todas las verdades hasta aquí expuestas encuentren en Cristo su fuente y su corona. El que es imagen de Dios invisible (Col  1,15) es también el hombre perfecto, que ha devuelto a la descendencia de Adán la semejanza divina, deformada por el primer  pecado. En él, la naturaleza humana asumida, no absorbida, ha sido elevada también en nosotros a dignidad sin igual. El Hijo de  Dios con su encarnación se ha unido, en cierto modo, con todo hombre. (GS 22)

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