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El escándalo de la cruz

Es realmente significativo que la escena de la crucifixión del Señor no haya formado parte del repertorio iconográfico del arte paleocristiano hasta bien entrado el siglo V; en efecto, al escena se representa por primera vez en las conocidas puertas de madera de la basílica de Santa Sabina en Roma, terminada de edificar y consagrada en el año 432, según la piedra fundacional que todavía se conserva. En ella destaca, sobre una cruz, apenas apuntada, la figura del Crucificado, entre los dos ladrones, éstos a escala menor.


La pasión del Señor venía sistemáticamente sustituida en la iconografía por el signo de la Cruz Gloriosa, orlada de la corona de laurel y muchas veces fusionada con el anagrama de Cristo, el crismón, como síntesis del misterio cristiano y confesión de fe. No hay que olvidar que el suplicio de la cruz como modo de ejecución no fue abolido hasta Constantino y en la memoria colectiva pesaba todavía fuertemente el carácter ignominioso de este instrumento de ejecución al que Cicerón alude como arbor infelix.


No era ciertamente fácil acreditarse como seguidores de un Dios crucificado.

“La cruz debe quedar lejos no ya del cuerpo del ciudadano romano, sino incluso de su vista y de su oído” (Cicerón).


“Líbreme Dios de gloriarme si no es en la Cruz de Cristo, en la que el mundo está crucificado para mí y yo para el mundo” (San Pablo).


La Cruz es el signo máximo de la Kénosis del Hijo de Dios, que asume la historia humana en todas sus dimensiones, incluida una muerte deshonrosa, humillante, terrible. El paganismo no entendía cómo quien es perfecto pudo asumir la imperfección, cómo el inmutable se sometió al devenir, cómo la belleza suma se desfiguró. No entendía que éste fuese el camino de la salvación del ser humano. Jesús necesariamente fue un impostor. El filósofo Celso se hizo eco de estos planteamientos en su obra “Discurso de la Verdad”. Los primeros cristianos no tuvieron fácil acreditar a un Dios crucificado. El mismo Celso les llama “hez del mundo”. Desde la lógica humana la Cruz significa fracaso. Eso mismo lo dijeron quienes gritaban a Jesús crucificado: “¡No puede salvarse a sí mismo!” Sólo muy tardíamente empezó en la Iglesia Antigua a representarse la imagen de Cristo en la Cruz. Todos recordamos el grafito del Palatino de Roma que representa a un cristiano arrodillado ante un crucificado con cabeza de asno y debajo una tremenda blasfemia: “éste cristiano adora a su Dios”.


También hoy continúa el escándalo: el mundo sigue a pies juntillas las apreciaciones de Nietszche para quien el cristianismo es una moral de esclavos… Cuando más, la cruz viene reducida, en nuestra sociedad secularizada, a mero símbolo de la solidaridad humana, sin apercibirse de que la cruz sin el Crucificado, vencedor de la muerte, se convierte en expresión de solidaridad derrotada.


“Mientras los judíos piden signos y los griegos buscan sabiduría, nosotros predicamos a un Cristo crucificado, escándalo para los judíos, necedad para los gentiles, pero para los llamados, fuerza de Dios y Sabiduría de Dios” (1 Cor 1, 22).


¿Cómo ser feliz en un mundo en el que el sufrimiento está presente y la muerte no es una hipótesis? La “sabiduría de los griegos” no es una salida al problema. El hombre sin Dios, cree poder salir airoso del sufrimiento mediante la técnica, la ciencia y la ideología. Lo hemos vivido en este pasado siglo, el siglo de las utopías totalitarias: la construcción de “una sociedad mejor” ha sembrado de sufrimiento y cadáveres las cunetas del mundo. Por otro lado, el progreso por el progreso no hace mejor al hombre. De hecho el hombre actual (al menos en Occidente) tiene mucho más placer, pero menos felicidad. Las religiones, aun con todo lo que tienen de positivo, tampoco son respuesta: recurrir a los milagros y obtener lo que se desea, “buscar signos” como los judíos, sin que estos abran el camino a la fe, dejan al ser humano vacío y solo.


Adán, comiendo del árbol de la ciencia del bien y del mal, es el prototipo de cuantos han querido construir la existencia no en diálogo con Dios, sino desde la autosuficiencia: sin Dios, el ser humano queda siempre desterrado del Paraíso.


Frente a la autosuficiencia humana, la docilidad de Jesús a la voluntad de su Padre, que quiere que cada ser humano conozca hasta qué punto es amado. Cada persona vale la sangre de Dios, es el precio en que hemos sido tasados, porque cada ser humano es imagen suya. La Cruz es el signo del amor indeleble y eterno de Dios. Nos amó, no cuando éramos justos, sino cuando echábamos a Dios del mundo. Por eso, quien abre los ojos al amor de Dios puesto en Cruz, experimenta la reconciliación, el perdón y la paz. Dios es Amor, el Amor es la capacidad de darse sin medida, y sin medida Dios se ha entregado en la Cruz.


Cuando Pilato, presentando a Jesús flagelado al pueblo, dice ¡Ecce Homo!, está diciendo la verdad: Jesús, mudo como una oveja llevada al matadero, no resistiéndose al mal, es Aquel que expresa la humanidad tal y como Dios la hizo al comienzo, perfecta, dócil, inocente.


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