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Jesús, José y María

Solemnidad de la Sagrada Familia – Ciclo B


Tras la celebración del día de Navidad y la atención puesta en el Niño-Dios, hoy extendemos la mirada a toda la Familia de Nazaret, fuente de toda familia cristiana.


Su existencia y su vida son obra de Dios: la historia de amor de dos jóvenes prometidos, la gestación virginal “por obra del Espíritu Santo” en María, la aceptación de la paternidad en José, el sufrimiento asumido y compartido desde el mismo instante del alumbramiento, la persecución y huida a Egipto, la “vida oculta” en la carpintería de Nazaret, los juegos infantiles, las oraciones del sábado en la sinagoga, la maduración del hijo como adolescente y joven, la ternura del matrimonio maduro…

Todo es don de Dios.


No puedo dejar de recordar aquí idénticas o parecidas vicisitudes en mi familia, por la cual… ¡siempre estaré agradecido a Dios! Mis padres casi llegaron a los sesenta años de matrimonio. Dios los amó y los preparó para crear una familia cristiana. Soy el mayor y ya mi embarazo y parto fue duro, y no digamos los primeros meses de vida con infecciones y problemas varios. Pero lejos de acobardarse, y fiados en el Señor, se lanzaron a la aventura de una familia numerosa -¡gracia de Dios!- y así en cinco años éramos cuatro hermanos; más preocupaciones, pero mucho, mucho más amor. Alegrías y sufrimientos, separaciones por trabajo y mil fiestas compartidas, hogar cálido pero al mismo tiempo de puertas abiertas, reuniones familiares… Tiempo vivido. Pero siempre, de fondo y dando sentido pleno a todo, una Fe transmitida en casa que nos hacía amar y buscar a Dios en cada acontecimiento. La casa era, y es todavía -ahora con los nietos y sin la presencia física de mis padres-, lo que debe ser un hogar cristiano: un santuario de vida y de amor, una prolongación del Templo en el que, con otros hermanos en Cristo, celebramos la fe.


Hoy, Día de la Sagrada Familia, os invito seriamente a no dejaros llevar por el desasosiego, la tristeza o la desesperanza ante los mil problemas que tenéis o que os llegarán. Os animo a vivir vuestro “ser-familia” como aquello a lo que un día Dios os invitó: la mejor escuela de convivencia y amor, lugar de comunión y transmisión de la fe. En ella -célula primordial de socialización- aprendemos las primeras letras de lo que significa “amar: dar y recibir gratis”, y allí se inician los primeros movimientos hacia el cariño y la ternura; y allí aprendemos que en la vida humana hay algo más, mucho más valioso, que la rentabilidad, el interés y o el cálculo.


Cierto que hay familias rotas, o con un agudo dolor y sufrimiento, por múltiples razones. Por ellas y para ellas nuestra oración se eleva a Dios.


Entremos en la casa de Nazaret para escuchar el silencio respetuoso y misterioso de aquellos que viven “el uno para el otro”; entremos para descubrir el misterio que se respira en cada una de las personas; entremos para ver cómo trabajan y cómo se aman… Y luchemos por lograr familias, y comunidades cristianas, y una sociedad nueva, donde se pueda “vivir en la humildad, la sencillez y la alabanza, donde el otro es Cristo”.

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