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La oración, un espacio de luz

En esta breve reflexión sobre la oración voy a intentar explicar por qué podemos tener una oración continua, exponiendo de forma sencilla lo que quiero vivir cada día, y aunque muchas veces no lo consiga, mi deseo es hacer vida el mensaje que Cristo nos da en el Evangelio cuando nos dice: “sed santos como vuestro Padre celestial es santo” (Mt, 5, 48), aspirando a una santidad que el Concilio Vaticano II expresó como la llamada para todos los cristianos.


¡Qué gran paso da nuestra vida, si la encauzamos para vivir un estado de oración continua! Al decir oración continua, no me refiero a la oración vocal, a la recitación de oraciones que sabemos o leemos, ya que esto lo podemos hacer en un tiempo determinado, pero no lo podemos hacer de forma constante.


La oración continua es un estado de apertura a Dios, a las personas, a los seres vivos, a las cosas. Es un estado continuo de saber que uno vive en presencia de Dios, somos hijos de Dios, y lo que es fundamental, no es sólo que seamos hijos, sino que nos tenemos que comportar como tales hijos.


Orar es amar, es más que pensar, que sentir, es soñar junto a Cristo.

«-Maestro, ¿cuál es el mandamiento principal de la Ley? Él le dijo: -Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente». (Mt,22,36-37)

No puedo amar a una persona si no la trato, con Dios pasa lo mismo, tengo que tratarlo para poder amarlo. Todos entendemos que cuando unos padres aman a sus hijos, los aman todo el día, aunque no estén con ellos, estén trabajando, durmiendo o comiendo, están amando a sus hijos. Con la oración pasa lo mismo, como se trata de amar como Cristo amó, es una oración de unión y puede vivirse de forma continua, e implica un comportamiento muy concreto en la vida, ya que el bien es concreto.


Teóricamente se puede ver fácil; pero la práctica de la oración, incluso hacernos oración, ofrenda, ya no es tan fácil. Todo nuestro ser (cuerpo, alma y espíritu) se ve implicado en la oración, y en ella tenemos que caminar con la guía del Evangelio que nos dice: “Velad y orad para que no caigáis en tentación. El espíritu está dispuesto, pero la carne es débil” (Mt,26,41)


A lo largo del día suceden tentaciones que nos van apartando de la oración continua. Nuestra mente está muchas veces dispersa, con pensamientos inútiles, maliciosos, obsesivos… Tenemos que poner silencio y no entrar en diálogo con lo negativo, es el momento de verificar nuestra conversión, nuestro cambio; así vemos que Cristo le dijo a San Pablo “Te basta mi gracia, pues mi poder triunfa en la debilidad” (2 Cor, 11,9). Por tanto, con la ayuda de la gracia podemos transformar los pensamientos maliciosos, obsesivos, negativos… en pensamientos buenos, nobles, generosos, para que nuestra mente la orientemos en la concepción de lo absolutamente puro.


En nuestra voluntad sucede lo mismo, tenemos deseos, afectos, fijaciones emocionales… y nuestra conversión consiste en impugnar aquellos deseos y afectos que no nos hacen bien, que son nocivos o degradantes.


La oración va unida a una conversión continua y eso significa aprender a liberarnos del egoísmo, de la comodidad, del orgullo, etc. de todo aquello que nos impide alcanzar una plenitud de vida para la que hemos sido creados.


La oración nos enseña a superar los obstáculos de la vida diaria. El que ora y ama de verdad, sirve al prójimo, le perdona, le cuida… sabiendo que esta forma de vivencia requiere un esfuerzo. Que la oración sea una ofrenda de nuestra vida, como dice este proverbio:


Apresúrate a dar tu vida

como pan recién hecho

que todavía sobrarán

siete canastos llenos.


(Fernando Rielo, Transfiguración, p. 46)

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