Domingo XXVIII del Tiempo Ordinario – Ciclo A
Las bodas se han convertido en una multitud de preocupaciones y en fuente de estrés, en lugar de ocasión de felicidad, en manifestación externa del ego y del orgullo humano, en lugar de oportunidad para compartir el gozo del amor. Puede que por eso no entendamos bien la parábola de hoy. Para muchos la boda es un derroche de dinero y un montón de compromisos, pero Jesús habla hoy de un banquete de bodas en intimidad, al que somos llamados por verdadera amistad, un motivo de alegría y de comunión con Él.
Ya el profeta Isaías anunciaba que Dios prepararía un banquete con manjares enjundiosos y vinos generosos. La parábola que Jesús narra en el evangelio -el Rey que invita a la boda de su hijo- alude a este banquete mesiánico, y tiene también resonancias escatológicas. Es una llamada a secundar la invitación al banquete, un festín que se hace actual; la invitación está abierta a todos, tú y yo estamos invitados a estas bodas, a la fiesta del Amor de Dios. El banquete nupcial resalta el carácter gratuito y misterioso del amor de Dios con su pueblo.
Como anticipo del mismo, cada domingo, el Señor invita a todos los cristianos a participar en el banquete eucarístico: unos dicen que deben visitar a unos amigos, otros que están cansados de la semana o de la noche de marcha, no falta quien se refugia en la excusa del trabajo, del horario, de una ocupación que no puede evitar, o de un viaje o una jornada de descanso. Pero una sola cosa es absolutamente importante: Dios. El evangelio de hoy nos enseña a establecer prioridades y buscar siempre lo esencial. Si marginamos a Dios de nuestra vida -si excusamos nuestra presencia y participación- Dios buscará otros invitados que aceptarán gozosos participar en el banquete.
Pablo experimentó su vocación y su misión como regalo de Dios. Podría decirse que recibió la invitación y sí, él acudió al banquete de bodas. Llamado en el camino de Damasco, se presentó con el traje de fiesta: la conversión. Conoció quién es el amor, probó la dulzura de la misericordia de Dios, comió el pan de la fraternidad… y pudo dar testimonio de la dicha de “ser cristiano”, hasta el punto de afirmar: “para mí la vida es Cristo, y una ganancia el morir”.
El Señor invita a buenos y malos porque “a todos ama”. Él modeló cada corazón y comprende, mejor que nadie, el motivo de mis caídas y de las tuyas. Y no echa de la fiesta al “malo” sino al que no se deja querer, enseñar y perdonar, al que no se deja revestir de su misericordia. El vestido nupcial es el vestido de la Gracia, el vestido que el Señor nos “regala” en el Bautismo y la Reconciliación: es el amor.
¿Te sientes invitado? El banquete es símbolo y realidad de la salvación ofrecida por el Señor. Da igual que seas de los primeros, o de los que están en esos cruces de caminos, desheredado, sólo, triste, pecador… Dios te invita a la Vida, en mayúsculas. No desaproveches esta oportunidad. Vivir alejados de su presencia es estar alejados de de la salvación y de la verdadera felicidad.
Rechazar la invitación es poco inteligente. Además… “es gratis”.
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