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Por amor a la verdad: Sto. Tomás de Aquino


El 28 de enero celebramos a Santo Tomás de Aquino (1225-1274), patrón de los  estudiantes y las instituciones educativas católicas. La Iglesia, a lo largo de los siglos, ha  ido otorgando el patronazgo a los santos sobre diferentes lugares, ámbitos, colectivos,  comunidades, situaciones…


Y la elección de los mismos nunca ha sido una cuestión  arbitraria. Pero, ¿qué tiene que ver un teólogo del siglo XIII con los estudiantes del  XXI? Esto es lo que me propongo reflexionar con vosotros, desde el firme  convencimiento de que tiene todavía mucho que decirnos. 

En primer lugar, situemos al santo dentro de su familia espiritual: la Orden de Predicadores –frailes dominicos-. Una de las claves de su carisma desde la fundación (en el año 1216) ha sido el amor por el estudio. El predicador conoce a Cristo por la contemplación del mismo; podríamos decir que el trípode de la contemplación es la oración, el estudio y la compasión. Así, estudiar no es solo una mera labor -muchas veces tediosa-, sino que se constituye como relación de amor con Dios.


¿Y qué estudiar para conocer a Cristo? Sin duda, la respuesta directa es la Teología. Pero no es la única válida. El empeño de la vida y obra de Tomás de Aquino fue demostrar que podemos conocer al Señor también a través de la razón humana: filosofía, ciencias humanas, naturales o positivas, etc. Si Dios es creador de todo, es lógico que lo creado tenga en sí huellas de su hacedor. Es más: si Dios ha creado al hombre “a su imagen y semejanza” y lo ha distinguido entre todas las criaturas por el amor, la libertad, la razón… significa que somos humanos al constituirnos en la relación amorosa con Dios, por lo que es de suponer que Él pondrá todos los medios posibles para que le conozcamos.


De hecho, una de las más célebres sentencias de Santo Tomás es que La verdad, la diga quien la diga, procede del Espíritu Santo (Comentario al libro de Job, I, lect. 3, núm. 103). En virtud de esto, todo lo verdadero que podemos conocer nos habla, directa o indirectamente, de Dios; incluso podemos decir que por esa verdad nos habla Dios mismo, que sale continuamente a nuestro encuentro, que nunca se cansa de darse por todos los medios y de hacernos entrar en su amor.


La acción de Dios abarca mucho más allá de cualquier límite que queramos poner. Su acción traspasa la teología, la filosofía, cualquier ciencia; supera con creces nuestra razón. Pero, aunque siempre será más de Dios lo que no conocemos que lo que sí, es Él mismo quien se deja conocer, quien ha dejado sus huellas por todo lo largo y ancho de la vida.


Es cierto que le hemos dado muchísimas vueltas a la tortilla desde el siglo de Santo Tomás hasta la actualidad. La sociedad, la universidad, la Iglesia… todo ha experimentado enormes vuelcos en estos ochocientos años. Pero sabemos que hay Alguien que siempre permanece: Dios. De Él procede toda verdad, y eso tampoco ha cambiado. No se cansa de salir a nuestro encuentro continuamente, y no deja de llamarnos la atención a través de aquello que tratamos cotidianamente.


El ejemplo de Santo Tomás nos anima a vivir con un renovado espíritu nuestra opción de vida. Porque ser universitarios no es otra cosa que optar por una vida, por un futuro concreto que nos apasiona; apostar con esperanza por nuestro (mío y de Dios) proyecto de vida. Pese a las crisis, las incertidumbres, las desilusiones y los fracasos, en nuestro caminar por la vida podemos descubrir cómo nuestro Padre nos lleva de la mano y nos permite vivir con esperanza.


Ya parece un cliché decir que en todas las carreras, por más que sea tu vocación, encontrarás cosas que te gusten y otras que no; asignaturas que se te den genial y te motiven, y materias que se te atraganten y puedan incluso robarte la ilusión por el futuro que te estás forjando. Lo que no se dice tanto -y en ello deberíamos insistir más- es que en todo lo que hagas podrás encontrar, si miras bien, “partículas” de verdad, de bondad, de belleza. Esos son los restos del paso de Dios por la vida, de su acción creadora y redentora, sólo visibles desde los ojos de la fe, la esperanza y el amor. En última instancia, son lo que llenan de sentido nuestra existencia.


Pero no siempre es fácil vivir siempre bajo esta óptica. Llegan las crisis, los fracasos, los agobios, las dudas… y parece imposible no tambalearse. Sólo existe una opción posible: permanecer arraigados y edificados en Cristo, firmes en la fe (cf. Col 2, 7). Leyendo la vida de Santo Tomás, puedo imaginar que este sería el único consejo que nos daría hoy. Tras una vida intensamente fecunda (espiritual e intelectualmente), en sus últimos años abandonó la pluma tras una experiencia mística ante una imagen de Cristo crucificado. Es más, se ha llegado a decir que fue su deseo destruir toda su obra, pues “descubrió que lo que él pensaba racionalmente sobre Dios, no era nada en comparación con lo que había conocido de Él en aquella experiencia mística” (fr. Julián de Cos OP, Predicadores). A Santo Domingo de Guzmán, padre de los Predicadores y hombre de gran cultura, no le tembló la voz al aseverar que todo lo había aprendido en el libro de la caridad.


En suma: mantener el corazón caliente junto al fuego del Espíritu, esa es la única vía para reconocer en todo lo que hacemos el sentido de nuestra existencia. Vivir la fe con los hermanos, celebrarla en los sacramentos y fortaleciéndola con una sólida formación humana y cristiana: ese es nuestro método de mantener vivo ese fuego en nuestro corazón.


Que Dios nos dé una visión como la de Santo Tomás para reconocer su paso. Que nos  haga ver lo cerca que están el altar y nuestro escritorio. Que nos otorgue el estudiar desde  la mayor de las ciencias: la de la cruz, la del Amor. Que cada día vivamos con ilusión lo  que hacemos, y encontremos motivos para mantener viva esa ilusión.

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