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Productividad en Cristo


En mi corta y joven experiencia, he cometido el error de medir lo que valgo en función de lo que  hago, y no en función de lo que soy. Muchas veces he caído en el frecuente error de clasificar  como fracaso el no alcanzar mis objetivos. Entendiendo estos como todas aquellas actividades  que, según mis expectativas, sería capaz de realizar. El golpe de realidad viene cuando, tras  haber marcado mis objetivos, con la ilusión de ser productiva, llega el final del día con apenas la  mitad de tareas conseguidas. 

Productividad en Cristo…, ¡y no en la agenda!

Es obvio que fijar objetivos y vencer la procrastinación es una acción beneficiosa, y realizada con constancia, se convertirá en hábito, y ello, conformará una virtud. Por tanto, ser exigentes en su justa medida con nuestras capacidades es totalmente válido y virtuoso, pues, además, así nos lo pide el Señor en el Evangelio. Nos invita a usar el tiempo de la mejor manera, a orientar nuestras prioridades, a ser servidores, y a dar fruto abundante, entre otras muchas apreciaciones.


Sin embargo, buscamos ser productivos según los ojos del mundo, pues mi satisfacción y realización personal al final del día, en ocasiones, se mide en función de los objetivos conseguidos. Es por ello que el Señor nos invita a reorientar la mirada, pues debemos ser productivos, según los ojos de Dios y no los del mundo.


Así, fijaré mis metas y objetivos enfocados a la voluntad de Dios; le pediré al Espíritu Santo que me ayude a lograr aquello para lo que Dios me llama y capacita, en lugar de idolatrar mi débil autosuficiencia; llevaré a cabo mis metas para la gloria de Dios, y no para sentirme útil o buscar reconocimiento; y, por último, no perderé la paz si no consigo mis objetivos, ni mediré lo que valgo en función de mis logros.


La paz que buscamos se sustenta en la fe que tenemos los cristianos de que Dios es todopoderoso, que todo a lo que nosotros no llegamos, llega Él, que el Señor es mi creador y sólo mira el amor puesto en las obras. Así es la mirada de Dios.


Jesús estuvo treinta años preparándose para lo que iba a realizar en tres años. De ahí podemos extraer una enseñanza muy grande que nos da luz en esta reflexión. Los tiempos de Dios no son nuestros tiempos, por tanto, dejemos de vivir quemando el reloj y buscando la productividad del mundo, y aprendamos a vivir en la medida del amor sin medida.


Por eso, no valgo lo que hago, sino lo que soy: hija amada de Dios. Y, por ello, pondré al servicio de Dios, con firmeza y entrega, todas mis capacidades y talentos, sin olvidar que la medida debe ser el Amor y no la productividad del mundo. Por tanto, todo aquello que haga o deje de hacer, si es hecho en la medida del Amor, será perfecto a los ojos de Dios.

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