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Benedicto XVI, el Papa de la fe y la razón


Nuestro querido Papa emérito Benedicto XVI (1927-2022), que fue un gran profesor universitario –en el sentido más pleno de la palabra– se nos fue a la casa del Padre el día 31 de diciembre. Desde entonces, se están publicando muchos vídeos y artículos sobre su vida y su labor como teólogo y pastor de la Iglesia: sobre su magisterio y su riquísimo legado doctrinal y espiritual. Algunos no tenemos duda de que será declarado “doctor de la Iglesia”. Sin duda, estamos ante uno de los mejores teólogos de la historia de la Iglesia; y, al mismo tiempo, un hombre sencillo y humilde, muy afable en el trato personal: «Soy un humilde trabajador en la viña del Señor», dijo al inicio de su pontificado (19-IV-2005).

A Benedicto XVI (2005-2013) muchos le llaman “el Papa de la fe”, porque ha sido un gran maestro de la fe, que ha ilustrado y revitalizado, desde sus más hondas raíces, la fe de la Iglesia, precisamente en una época de intensa secularización y aguda crisis de fe; sobre todo, en países de vieja tradición cristiana como España. En este sentido, podemos recordar el lema (paulino) de la Jornada Mundial de la Juventud en Madrid (agosto 2011): «Arraigados y edificados en Cristo, firmes en la fe» (Col 2,7).


En un mundo intensamente secularizado, en el que muchos han dado la espalda a Dios o no cuentan con Él en su vida diaria, Benedicto nos invita a (re-)descubrir las raíces de la fe. Ha invitado a todos –creyentes y no creyentes– a buscar nuevamente el rostro del Dios vivo, que es Lógos (Razón y Palabra creadora) y Amor, y se ha revelado en Jesucristo. El hombre es capaz de entrar en relación con Dios y cultivar una amistad personal con Él. Esta propuesta contrasta con el drama del humanismo ateo, cuyos frutos amargos en el s. XX conocemos muy bien.


Al mismo tiempo, también es reconocido como “el Papa de la razón” y “el Papa de la verdad”, por su amor a la verdad y, sobre todo, por haber impulsado con audacia el diálogo entre la fe cristiana y la razón (filosófica y científica), en una época marcada por el “cansancio” de la razón occidental (post-moderna y post-metafísica) y la “dictadura del relativismo” –según su propia expresión, tan acertada–. Frente a cualquier forma de racionalismo y de fideísmo, él siempre ha mostrado que la fe cristiana no sólo es compatible con la razón y la ciencia, sino que es «la apuesta más racional y más humana».


Ciertamente, la relación entre fe y razón es un problema muy presente e incluso central en la tradición cristiana, desde los primeros Padres de la Iglesia (orientales y occidentales) hasta el humanismo cristiano del Renacimiento; sobre todo, en dos grandes maestros: san Agustín de Hipona (ss. IV-V) y santo Tomás de Aquino (s. XIII), que lograron articular e integrar armónicamente la fe bíblica y la razón natural. En su filosofía y teología, no hay contradicción entre la verdad racional (filosófica o científica) y la verdad revelada o de fe, sino que ambas convergen, se complementan y se iluminan mutuamente en el camino del hombre hacia la sabiduría.


Esta concordia y armonía se rompe, desgraciadamente, en el pensamiento moderno (ss. XVII-XVIII); sobre todo, con el racionalismo y el empirismo, que cuestionan la validez de la Revelación (la Sagrada Escritura, interpretada en la Tradición viva de la Iglesia) como fuente de verdad y tienden a considerar la fe como una mera creencia privada y subjetiva. Con Kant, se hace definitivo el divorcio entre fe y razón.


El predecesor de Benedicto, Juan Pablo II (1978-2005), dedicó una encíclica monográfica a las relaciones entre la fe y la razón: la Fides et ratio, que comienza con una hermosa imagen: «La fe y la razón son como las dos alas con las cuales el espíritu humano se eleva hacia la contemplación de la verdad. Dios ha puesto en el corazón del hombre el deseo de conocer la verdad y, en definitiva, de conocerle a Él, para que, conociéndolo y amándolo, pueda alcanzar también la plena verdad sobre sí mismo».


Hoy en día, el saber humano está muy fragmentado y especializado, y los mismos universitarios sentimos la necesidad de recuperar una visión unitaria de la naturaleza y del ser humano. Muchas personas piensan que la fe es una creencia subjetiva y privada, o un mero sentimiento o emoción, que no nos proporciona un conocimiento más objetivo o más profundo de la realidad. Al mismo tiempo, sólo se aceptan como válidos los conocimientos adquiridos con el método científico o verificables empíricamente.

Por este camino, se ha reducido notablemente el horizonte de nuestro conocimiento, porque es un error reducir la verdad a la verdad científica. Además, sin la reflexión metafísica y la luz de la Revelación –la Palabra de Dios, comunicada a los hombres en el lenguaje humano–, es imposible responder a las cuestiones perennes y acuciantes del ser humano, que no se pueden abordar con el método científico: qué es el hombre –quiénes somos–, de dónde venimos, cuál es nuestro destino último, cuál es el sentido de nuestra existencia en el mundo, qué es la libertad y cuál es su sentido, qué es lo bueno y justo, en qué consiste el amor auténtico, clave principal del sentido de la vida –puesto que el hombre es imagen de Dios y «Dios es amor» (1 Jn 4,8)–, cuál es el camino hacia una vida plena y lograda: en qué consiste la felicidad.


Ante esta profunda crisis del pensamiento y la cultura de nuestro tiempo –que incluye la crisis de la noción misma de verdad y la falta de interés por ella–, Benedicto ha propuesto “dilatar” el horizonte de la razón. No hay conflicto entre fe y razón: este supuesto “conflicto” tiene sus raíces históricas en la Ilustración. Cuando la razón, reconociendo sus propios límites, se abre a la luz de la fe y se deja iluminar por la Revelación, dilata su propio horizonte y llega mucho más lejos sin desvirtuarse en modo alguno. También la fe ha de dialogar con la razón y dejarse “ilustrar” por ella; así se purifica y se hace más madura.


Sobre este tema, es muy notable su controvertida lección magistral en la Universidad de Regensburg (Ratisbona, Alemania), el 12-IX-2006. En el fondo, su tesis central es la ampliación de la estrecha noción moderna de racionalidad, que sólo se lograría «si la razón y la fe se reencuentran de un modo nuevo, si superamos la limitación que la razón se impone a sí misma al reducirse a lo que se puede verificar con la experimentación, y le volvemos a abrir sus horizontes en toda su amplitud».


Benedicto ha mostrado que fe cristiana responde a las exigencias más hondas de la razón y del corazón humano; y ha puesto de relieve la racionalidad y la belleza del cristianismo, así como la alegría de la fe.


La trayectoria vital e intelectual de J. Ratzinger como teólogo, profesor universitario y pastor, antes de ser elegido Papa, es extraordinariamente interesante. Vale la pena leer sus obras. Mencionemos sólo algunas: Introducción al cristianismo; El espíritu de la liturgia; La fraternidad de los cristianos; Fe, verdad y tolerancia. El cristianismo y las religiones del mundo; El Dios de la fe y el Dios de los filósofos; Una mirada a Europa. Siendo Papa, ha escrito una obra de capital importancia: la trilogía sobre Jesús de Nazaret.


Nos ha sorprendido el “Testamento espiritual” de Benedicto XVI (redactado el 29-VIII-2006), en el que nos exhorta a custodiar el tesoro de la fe, siendo fieles al Señor y a su Iglesia, en medio de corrientes culturales contrarias a la fe católica: «¡Manteneos firmes en la fe! No os dejéis confundir». Declara que él ha acompañado muy de cerca, durante toda su vida, el camino de las ciencias naturales y de la investigación histórica (especialmente, la exégesis de la Sagrada Escritura), que parecían «ofrecer resultados irrefutables en desacuerdo con la fe católica». Sin embargo, «las aparentes certezas contra la fe se han desvanecido, demostrando no ser ciencia (…)». Además, él ha sido testigo y partícipe del camino de la teología y las ciencias bíblicas, desde hace sesenta años. Al final, su conclusión es meridianamente clara: «He visto y veo cómo de la maraña de hipótesis ha surgido y vuelve a surgir lo razonable de la fe. Jesucristo es verdaderamente el camino, la verdad y la vida; y la Iglesia, con todas sus insuficiencias, es verdaderamente su cuerpo».

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