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La locura de la modernidad

A propósito de Chesterton: Ortodoxia. 


Creer es una forma de conocimiento cuya certeza no dispone de constatación directa o la mayor de las veces esta constatación es mediada. Si preguntamos a alguien por la existencia de Dios y la del neutrino, es probable que manifieste con la misma rotundidad la inexistencia de Dios y la existencia de la partícula subatómica. Pero en ambos casos, será una cuestión de creencia a tenor de la falta de constatación directa.


Gran parte de la certeza de la existencia de Dios procede de la tradición, esa experiencia acumulada durante siglos por quienes nos han precedido. Pero la modernidad a la que se enfrentó Chesterton se caracteriza por acallar la tradición, desechar todo su acervo para mirar al futuro sin, supuestamente, condicionantes.


De esa manera, los que somos hijos de la modernidad somos más propensos a poner en duda la existencia de Dios que la del neutrino en tanto que nuestros ancestros no tenían ni idea de partículas subatómicas. La habilidad en despreciar la sabiduría de nuestros antepasados y constituirnos en nuevos adanes a cada paso que damos es pasmosa a la par que temeraria y empobrecedora.


El hombre plenamente moderno sería alguien que despreciara toda antecedencia y memoria de forma que todo le pareciera nuevo a cada paso. Así es el protagonista de la película de Christopher Nolan, “Memento”; alguien que cada poco pierde la memoria y todo es nuevo y desconocido en cada escena.  Precisa escribir en su piel notas para poder mantener un hilo de sentido en su vida y su supuesta misión. El hombre moderno en su máxima expresión es un hombre fraccionado, desorientado y perdido.


Convendrán que esta condición de la modernidad en sí misma es de todo menos ausente de condicionantes. Es peor. Es tremendamente restrictiva y constriñe no sólo nuestra forma de comprender el mundo sino también nuestra forma de ser. 


Ortodoxia hace frente a la modernidad. Para ello presenta un punto de partida en extremo interesante en el segundo capítulo “El loco”. Indica que la modernidad se equivoca en su visión del mundo porque parte de posiciones cínicas. Para explicar cuál es su credo, Chesterton tiene que preparar el camino y de forma didáctica acomete la falta de enfoque de las creencias de la modernidad.  Su estrategia es necesaria y brillante, porque de otra manera el lector correría el riesgo de interpretarle bajo las coordenadas de la modernidad. Lo que Chesterton quiere compartirnos precisa que rompamos con esas coordenadas. Su creencia excede el corsé de la modernidad y necesita resquebrajarlo. Como el vino nuevo rompe los odres viejos, durante los compases iniciales del libro, Chesterton va resquebrajando los viejos odres de la modernidad, para que podamos degustar el vino de la Ortodoxia.


El primer dogma de la modernidad que aborda es que la creencia en uno mismo sea la condición necesaria para el éxito en la labor de reparar lo que no funciona en el ser humano. Chesterton procede a triturarlo de base. Para ello podría comenzar a hablar de ese error como el Pecado original, pero entiende que no es un punto de partida necesariamente común entre él y el lector así que busca otro: la locura. Habrá quien niegue la existencia del pecado, pero es menos plausible que niegue la existencia de la locura.


El loco no pierde la capacidad de razonar; Chesterton expone que, al contrario, demuestran ser grandes razonadores encerrados en su propio mundo. La característica del enajenado es la pérdida de contacto con lo real y de todo aquello constitutivo de la cordura que le otorga equilibrio. Por eso, declara que el loco no es aquel que ha perdido la razón, sino quien lo ha perdido todo menos la razón. Destaca que los ajedrecistas, a diferencia de los poetas, sí se vuelven locos. Así pues, la máxima cartesiana de que la razón del individuo es la unidad primordial y constitutiva del ser, no resuelve nada acerca de la existencia misma. Es más, si la razón pura y el error de la locura en el ser humano coexisten, la razón interna del hombre no puede ser lo que lo redima.


Pero ¿podría una razón externa promulgada desde una organización social la que condujera al ser humano a la redención de su error? Chesterton conoce bien el marxismo y liquida sus fundamentos básicos: el materialismo y el determinismo. El materialismo es incapaz de lidiar con aquello que no puede ser medido con la razón. Si se escapa de su vara de medir, no existe. Por eso, asegura que el materialismo es sin duda más limitante que ninguna otra religión. Su perfección teórica reduccionista deviene en imperfección práctica pues destruye la esperanza, la poesía y todo lo que es propiamente humano. Por otra parte, el determinismo causal elimina toda duda, anula el libre albedrío y, en consecuencia, imposibilita la redención ¿Cómo cambiar el destino de los hombres bajo la predestinación? Con el determinismo no puede existir error, pero si existe ¿qué puede hacer? Nada; sólo puede resolver que nunca existió. Entendemos así la especial inoperancia de la Unión Soviética ante el accidente de Chernobyl. Pero, además, el determinismo no puede perdonar los pecados ni decir “vete y no peques más”; sería desalmado y cruel. 


En consecuencia, la sola razón como principio autónomo opera como el barón de Munchausen que se elevaba sujetándose a sí mismo por los cabellos. Al mismo tiempo, podrá generar teorías perfectas y razonables, pero serán espacios donde no cabe lo humano ni su redención.


Ante esto, sucede una paradoja. Contrario a lo irradiado por la Ilustración, la sola razón no ilumina, sino que todo queda en penumbra. En cambio, el equilibrio entre la razón y el asombro, el misticismo, permite que todo lo demás se clarifique.


Un niño que pretenda ser consciente del momento exacto del paso de la vigilia al sueño no podrá dormir; y cuando se rinda agotado, descubrirá su propósito frustrado. Sólo descansará y disfrutará con claridad cuando se abandone como un niño.


Antonius Block, el protagonista de la película de Bergman “El Séptimo sello”, juega al ajedrez con la muerte para disponer del tiempo suficiente y comprender su existencia por medio de su razón.  Pero no puede. Su desesperación sólo halla consuelo en la experiencia más poética de la película: compartiendo leche y fresas, una alegoría de la comunión de Cristo con el pan y el vino. Sólo cuando entra en equilibrio con el misticismo, todo lo demás comienza a clarificarse y atisba su misión.


Así, frente a los mundos perfectos y reducidos de la sola razón en el pensamiento moderno, Chesterton propone que la Cruz de Jesús alberga una paradoja en su centro; algo inexplicable, ominoso, pero a su vez luminoso y que da sentido a todo lo demás, que se extiende, se prolonga, abraza al hombre y lo redime.


Por eso mismo, la tradición y el saber de todos aquellos que nos han precedido será un rico y valioso testimonio que no podemos desechar. Pues así, podremos degustar la leche y las fresas compartidas, nos ayudará a descansar de nuestra vigilia, disfrutaremos del buen vino en odres nuevos y admiraremos con asombro lo razonable que es creer. 


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