Domingo III de Cuaresma – Ciclo A
Hay sed de muchos tipos y muchos tipos de calmar la sed. Hay formas de calmar la sed que tienen el efecto coca-cola: sacian momentáneamente produciéndonos incluso un gran placer, pero poco después nos generan nuevamente una sed más intensa todavía. Hay otras que tienen más el efecto agua: aparentemente resultan insípidas y aunque nos pueden producir un placer más o menos moderado, sus efectos resultan más efectivos a largo plazo. También están las del efecto cacahuete o “chips”: una vez los pruebas no puedes parar de comerlos; sed de cambiar de canal o de conectar el ordenador, de poseer comodidades o acumular dinero y bienes materiales, sed de escalar profesionalmente, de prestigio y reconocimiento, sed de poder y dominio sobre otros, sed de leer, de hacer carreras en moto, de ir al gimnasio, de jugar a la play, de hablar por el móvil…
Hay otra sed, de hecho una sed universal, honda y totalmente determinante de nuestra felicidad, que a menudo intentamos saciar con bebidas o alimentos equivocados, la sed de Amor. Nadie puede vivir sin sentirse amado y amar. Es la sed de ternura, de escucha activa, de comprensión y misericordia, de bondad y justicia, de paz y serenidad, sed de sentido, sed de amor. Pero curiosamente, a menudo las energías y esfuerzos que invertimos para saciar la sed efecto cacahuete suelen ser inversamente proporcionales a las que dedicamos para saciar la sed de Amor.
El encuentro de Jesucristo con la mujer samaritana -fundamental catequesis de la iglesia primitiva- es paradigmático del encuentro que Jesucristo busca tener con cada ser humano, un encuentro que restaure heridas, que reconstruya lo destruido, que regenere lo creado y dañado. Jesús tiene sed, sí, pero no del agua “hache-dos-o”, elemento líquido, sino sed de respuesta enamorada y entrega confiada, sed de amor por parte de un corazón humano. La misma que tres años más tarde mostrará en la cruz. “Tengo sed”, dirá, pero ahora ya sabemos qué es el Amor; y con su entrega va a darnos la capacidad de amar en la misma dimensión.
No podemos vivir sin el deseo de amor en plenitud, sin el deseo de Dios: «Quien beba del agua que yo le daré, nunca más tendrá sed”. Jesús de Nazaret nos da el agua viva que sacia la sed de felicidad y de amor del hombre, la sed de infinito que nada ni nadie puede alcanzar por sí mismo. Por eso se puede “abandonar todo” y seguirlo como consagrado, como sacerdote. Oremos especialmente estos días, a una semana de la Campaña del Seminario, por los sacerdotes y los seminaristas.
El tiempo de Cuaresma nos invita a revisar nuestra sed y la manera de saciarla. Cristo te espera -a orillas de tu pozo- para calmar definitivamente tu sed. Te invito a detenerte un poco, a hacer silencio en el ajetreo diario; quizás entonces puedas oír su llamada. Déjate encontrar por Él. ¿Dejaremos -como la samaritana- abandonado nuestro antiguo cántaro lleno de sed insaciable y nos abandonaremos a las manos de Aquél que nos saciará con el agua de la vida plena?
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