Domingo II del Tiempo Ordinario – Ciclo B
Ser seleccionado para un trabajo, salir escogido en un casting, ser llamado para formar parte de una selección deportiva,... produce una enorme satisfacción, es motivo de orgullo. Hay otras muchas llamadas en nuestra vida diaria que también nos alegran. Y hay también llamadas -las mejores- que proceden de Dios; éstas son siempre gratuitas y llevan consigo una misión, una tarea.
En la noche cesa el ruido de la vida y descansa el cuerpo; la noche es tiempo de escucha y respuesta; la noche es tiempo de revelación y de salvación. Samuel, dormido, escucha la suave voz de Dios que le llama aunque él no le reconoce. Dios nunca duerme y despierta a los dormidos. En cambio, Andrés y Juan son llamados por mediación del Bautista… y en pleno día: “Este es el Cordero de Dios”. La invitación al seguimiento comienza siempre con un encuentro transformador. Los discípulos de Juan, como todos nosotros, se interesan por lo menos importante -¿dónde vives?, ¿qué haremos ahora?, ¿a dónde vamos?-, pero Jesús les va a invitar a la sorpresa del descubrimiento progresivo: “Venid y veréis… experimentad vosotros mismos quién soy, quiénes sois, a qué estáis llamados, descubrid vuestra riqueza… dejaos sorprender”. Se quedaron con Él y así comenzó la comunidad de los discípulos de Jesús. “Eran las cuatro de la tarde”. Tanto le marcó ese encuentro a Juan que cuando lo narra no puede hacerlo sin indicar la hora; nunca la olvidaría. También nosotros somos capaces de recordar algún acontecimiento clave de nuestra vida, alguna vivencia, con todo lujo de detalles. ¡Seguro!
El Señor Jesucristo sale a nuestro encuentro, nos busca, para dar plenitud de sentido a nuestra vida, para hacernos felices. Dios tiene siempre la iniciativa, y llama en el silencio de la noche o en la vorágine del quehacer cotidiano. No importa ni el lugar ni la hora; lo importante es “estar atentos” a la voz de Dios, y responderle dócilmente, como el salmista: “Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad”.
El proceso al que somos invitados es sencillo, progresivo: llamada, encuentro, experiencia, seguimiento, configuración, respuesta vital y testimonio. No depende de nosotros; ni lo iniciamos nosotros, ni lo conducimos, ni lo culminamos, pero sí lo podemos “abortar” en pleno desarrollo, porque día a día soy libre de aceptar la acción gratuita de Dios en mi vida, o no. Quien se ha encontrado con Jesucristo es un testigo que da credibilidad al mensaje que vive y anuncia. Siempre, pero especialmente hoy, en la sociedad en que vivimos -triste, violenta, individualista, desesperanzada…-, es muy urgente ser testigos creíbles de Jesucristo, testigos coherentes con el anuncio salvífico recibido y experimentado, y testigos alegres y decididos portadores de una Vida –así, en mayúscula-, que ofrecemos a nuestros contemporáneos. Si mi vida se parece a la suya, y vivo alegre, ése será el mejor testimonio.
Porque ser cristiano no es una ley que ahoga y coarta, es un gozo que nos inunda y nos desborda, y que da sentido y plenitud a nuestras ansias de felicidad y paz. Y de él se benefician los que nos encuentran.
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