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La canción de la viña

Domingo XXVII del Tiempo Ordinario – Ciclo A


“Un simple y humilde trabajador de la viña del Señor”. Así se presentó, la tarde del martes 19 de abril de 2005, Benedicto XVI, en el balcón de San Pedro. El tema de la viña es recurrente en la Escritura, porque ofrece una imagen muy sugerente para hablar de la acción de Dios a favor de su pueblo -su viña-: las atenciones del dueño, los trabajos que, en el terreno, o con la poda, se efectúan para que dé fruto abundante, la necesidad de operarios en tareas diversas, la paciencia en la espera de la cosecha... Los profetas ya usaban esta imagen, y tres parábolas en torno a la viña venimos escuchando en la eucaristía dominical estos domingos: los llamados a distintas horas a trabajar en la viña, los dos hijos que el padre envía a la viña, y hoy este -en principio- descorazonador relato que revela la soberbia humana.


La “canción de la viña” es uno de los cantos más sublimes de la literatura del Antiguo Testamento; el pueblo la cantaba desde que Isaías la compuso. Por eso entiende perfectamente lo que Jesús quiere decir. Esa viña es el Reino de Dios, que nos ha sido dado ya a nosotros -recordemos ese “ya sí pero todavía no”- para que entre todos lo cultivemos, lo cuidemos y lo hagamos crecer. Somos colaboradores para que, cuando vuelva el dueño, los frutos estén en su sazón. Pero hay mucho más, pues en el mismo “obrar” encontramos la “recompensa”: todos tenemos esa experiencia de que en el ejercicio del amor encontramos la vida.


Ocurre que, en nuestra libertad, podemos o entorpecer la acción de Dios o desear apropiarnos de la viña -que no es nuestra-. “Yo soy la vid, vosotros los sarmientos… mi Padre es el viñador… sin mí no podéis hacer nada”. Son palabras directas, sin medias tintas, ya que el Reino de Dios y el Dios del mundo se manifiestan en Jesús. Los sabios y entendidos desprecian al que es la “piedra angular”; desprecian a Jesucristo; y lo hacen porque no pueden aceptar el mensaje de amor del Evangelio. Pero tranquilos, se plantará una nueva viña que producirá frutos, obras de justicia y santidad.


Hoy también se desprecia, menosprecia o se hace mofa de Dios. Dios -se dice en algunos foros- no es necesario, o es algo privado. Pero quien declara inútil a Dios en su vida suele terminar perdiendo el sentido de la misma; termina sin saber “por qué y para qué” vive, preocupándose sólo y exclusivamente por “cómo” vivir: tener más, ser más importante, etc. La humanidad, cuando pierde la presencia del Dios que guía la historia, termina por no saber qué es lo que debe hacer y pierde el sentido del bien y del mal.


Lo avisaba ya el Papa San Pablo VI hace casi cincuenta años, y hoy habría que repetirlo con más fuerza para que lo escucharan los gobernantes y muchos creadores de opinión: “... podemos organizar el mundo sin Dios, pero nos daremos cuenta que lo estamos construyendo contra el hombre”. Las consecuencias están a la vista.


Que San Francisco, el poverello de Asís, al que celebrábamos hace escasos días, nos re-sintonice con Dios y con su creación, y nos indique el camino de una auténtica renovación a nivel personal, pero también eclesial y social. Que nuestra oración también se dirija a Dios para que guíe los trabajos del Sínodo que se celebra en Roma.


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