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La oración que Dios escucha

​Existen dos formas de estar ante otra persona -amiga o desconocida-: la de aquel que se considera superior al resto y nunca reconoce sus errores o carencias, que mira y actúa con desprecio, se compara desde la apariencia y juzga las actitudes de los demás; y la del que reconoce sus debilidades, sabe de sus limitaciones, no pretende avasallar, ofrece con sencillez su modo de pensar y hacer, y tiende la mano al otro. El primero encarna la presunción y, a menudo, también la hipocresía; el segundo la humildad y, siempre, la verdad. Uno, con el tiempo, acaba mal, porque suele terminar sólo, odiado, y temido; el otro será estimado, buscado y querido.

Igualmente, ante Dios, existen las dos mismas formas de estar, y con nitidez las presenta Jesús en el evangelio de esta semana: son el fariseo y el publicano. El fariseo es autosuficiente, se basta y se sobra -se justifica a sí mismo-, no necesita “quien le eche flores”, necesita ocupar los primeros lugares y ser alabado, considerado y halagado… El publicano se presenta con las manos vacías y los ojos al suelo, ha conocido su pecado y es consciente de su indignidad para suplicar a Dios, no pretende grandezas sino que sólo pide clemencia y perdón… El primero exige a Dios la recompensa de su “buen hacer” y cree haberse ganado la salvación: experimentará la reprobación, el abandono a su suerte y la soledad. El segundo “lo espera todo” de Dios: experimentará la misericordia y el consuelo y “bajará a su casa justificado”. La diferencia está en que éste es justificado por la misericordia gratuita de Dios, y la vive y refleja ante sus hermanos los hombres; el fariseo, en cambio, cree justificarse con sus obras, y eso se refleja en el orgullo y en los juicios de condena que produce.

“¡Oh Dios!, te doy gracias porque no soy como los demás…, ni como ése…”. “¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador…”. No son sólo palabras o formas externas; son actitudes que identifican a la persona. Dios mira siempre el corazón del hombre, no le interesan las palabras -y me atrevo a decir que ni siquiera los hechos-, porque sabe que somos barro y nos equivocaremos, nos conoce y sabe de nuestras carencias, sabe que la tentación es siempre mayor que nuestros deseos de agradarle y hacer el bien. Y es que la oración sólo puede ser humilde; brota automática, como chispa entre dos polos: la inmensidad de Dios y la finitud del hombre.

Por eso, los pobres, los afligidos, los humillados, los marginados… siempre son escuchados por Dios. Los pobres encuentran siempre lugar en el corazón de Dios. Porque Dios nunca desoye al que le suplica desde la humildad.

¿Cómo es nuestra oración ante Dios? ¿Entendemos ahora por qué tantas veces sentimos cómo nuestra oración no es escuchada? Ya nos dirá San Pablo que “no tenéis porque no pedís; pedís y no recibís, porque pedís mal”. Necesitamos el Espíritu Santo. Sin él nuestra oración es vacía, interesada, palabrería de charlatán. Con el Espíritu Santo nuestra oración es confiada, convencida, verdadera.

Y, de paso, oremos hoy, Día del DOMUND, por los misioneros, la avanzadilla de la evangelización. “Seréis mis testigos” es el lema de este año. Ellos escucharon de Dios la misma invitación que Abraham -“Sal de tu tierra”- y se pusieron en camino.

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