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La promesa es Cristo

Todo acto tiene sus consecuencias. Tras el pecado, el hombre caído perdió el sentido de todas sus relaciones. En primer lugar, se avergonzó de su desnudez, intentó taparse sus vergüenzas y se descubrió en la fealdad del pecado. En segundo lugar, se distorsionó la relación entre ellos, echándose la culpa mutuamente para no reconocer su desobediencia. En tercer y último lugar, se escondió de Dios, huyó de su creador y le entró miedo de volver a dialogar con Él. El pecado rompió la armonía del hombre consigo mismo, con los demás y con Dios.


El deporte, en cambio, está llamado a ser un signo de la fraternidad y entendimiento entre todos. En un vestuario no sirve de nada los egos individuales, tampoco el exceso protagonismo de unos frente a otros, o por el contrario, actitudes como la apatía de echar balones fuera culpando al compañero, de no hablar con claridad las adversidades y problemas que puedan surgir a lo largo de una temporada.


En cambio, un vestuario unido es reflejo de un equipo con alma y de un grupo humano que confía los unos en los otros y que, incluso, a veces, pone su vida y sus acciones en manos de Dios.


A pesar de todo lo mencionado anteriormente, el proyecto y el plan de Dios no fue destruido por el hombre, ni por el pecado, todo lo contrario, perduró inalterable a lo largo de los siglos. Dios, poco después de pecar el hombre, nos hizo una promesa: el triunfo de un descendiente de mujer sobre la serpiente, símbolo del mal. Un hombre que herirá de muerte al pecado para que ya no tenga nunca más dominio sobre nosotros. La promesa tiene su cumplimiento en Cristo.


En estos días de Pascua, la promesa de Dios se actualiza en el corazón de cada creyente. Los cristianos realizamos un profundo acto de fe reconociéndolo en nuestra propia carne, compartiendo nuestra miseria, viéndolo despojado de todo y adorándolo en la pequeñez de un niño recién nacido. Contemplando este misterio, Dios nos salva.


¡Feliz Pascua!

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