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La oración en la Sagrada Escritura


Estamos inmersos en la Cuaresma, tiempo de conversión a Dios. Para entrar en este camino, el mismo Jesús nos señala las “armas” espirituales de las que disponemos: la oración, el ayuno y la limosna. La Iglesia, a lo largo de los días cuaresmales, nos va ayudando a entrar en esa dinámica de preparación personal y comunitaria para celebrar, con la mejor disposición, el misterio pascual de Cristo.

Detengámonos en uno de esos medios, la oración, contemplándola, a grandes rasgos, desde los datos que nos ofrece la Sagrada Escritura. El Antiguo Testamento nos muestra, ya desde el origen, que es posible entrar en diálogo con Dios, porque Él mismo se ha revelado y ha hablado al hombre (Gn 1,29-30), dándole así la capacidad de respuesta, trascendiéndose a sí mismo. Esto es la oración, una comunicación cercana, un encuentro dialogal, que ni siquiera el pecado pudo romper (Gn 4,9-15). Es más, la primera referencia más explícita a la oración en cuanto alabanza a Dios por parte del hombre aparece después de la caída (Gn 4,26b). Por tanto, la oración entendida como diálogo entre la divinidad y la humanidad se ha dado desde los inicios del mundo y no se ha visto interrumpida por nada ni nadie, ni siquiera por el mal.

A lo largo del Antiguo Testamento se presenta la oración en sus distintas “expresiones”, mostrando que la manera de orar no es una sola, sino que del corazón del hombre sale una infinidad de respuestas hacia Dios ante los beneficios recibidos de Él o ante la necesidad que tiene de Él. Así, nos encontramos primeramente a Abraham (Gn 18,22-33) o a Moisés (Nm 14,10-19) orando a Dios, hablando con Él, en un contexto de intercesión a favor de quien ha pecado (Abraham a favor de Sodoma y Gomorra, y Moisés, por el pueblo de Israel en el desierto). Una bella oración de intercesión, que escuchamos en la Eucaristía el jueves de la I semana de Cuaresma, la hallamos en boca de la reina Ester, pidiendo fortaleza en su defensa ante el rey Mardoqueo por el bien del pueblo judío (Est 4,17k-z). En segundo lugar, podemos hallar en el Antiguo Testamento la oración de acción de gracias, ya sea por medio de la palabra (1Cro 17,16-27) como por medio de cantos acompañados por instrumentos (2Cro 5,13). También destaca la oración de adoración mediante la postración o la inclinación ante Dios (Jud 13,17).

Pero, sin duda alguna, el libro que mejor refleja la actitud orante del hombre es el libro de los Salmos, pues pone de manifiesto los distintos sentimientos del corazón humano ante las más variadas circunstancias en las que se puede ver envuelto. Así, por ejemplificar algunos, tenemos salmos/oraciones para alabar a Dios, los llamados “himnos” (Sal 8; 104), de súplica a Dios (Sal 86; 88), de acción de gracias (Sal 100; 107), de confianza (Sal 16; 62), etc.

Todo lo dicho nos muestra la relación orante del hombre (o del pueblo) con Dios, ya sea mediante la palabra o mediante la expresión corporal. Yendo más allá, la ley de Dios presentaba un modo de orar a Dios mediante el ofrecimiento de distintos tipos de sacrificios, de tal manera que, por ellos, la persona o el pueblo se presentaban ante la divinidad, ya fuera pidiendo perdón por los pecados (Lv 1,2-17) o que mantuviera su favor con ellos (Lv 2,1-16), o sencillamente para alabarlo y darle gracias (Lv 3,1-17). Por tanto, la oración es presentada no solamente como palabra dirigida a Dios, sino también como una ofrenda puesta en su presencia. Todo esto sin olvidar que un verdadero israelita ora a Dios no solamente con acciones externas, sino con toda su vida, pues toda la vida se convierte en un culto y adoración a Dios.

Estos son solo algunos de los muchos casos que podemos encontrar en el Antiguo Testamento que nos pueden acercar a la realidad de la oración.

En el Nuevo Testamento, concretamente en los evangelios, observamos que Jesús se inserta en está dinámica de oración a Dios (especialmente el evangelista Lucas nos lo presentará con frecuencia de un modo orante). En él, la oración aparece como una necesidad, sobre todo cuando a continuación tiene que tomar decisiones importantes, como la elección de los doce apóstoles (Lc 6,12-16) o la detención previa a su pasión y muerte (Lc 22,39-46). Jesús ora a Dios, y lo hace en la misma línea en que la oración es presentada en el Antiguo Testamento; es decir, su oración aparece como intercesión y petición (Jn 17), confianza (Lc 23,46), y acción de gracias y alabanza (Mt 11,25) a Dios. Con todo, la novedad que Jesús establece en la relación con Dios es, precisamente, la manera de dirigirse a Él, que queda de manifiesto también en su enseñanza a los discípulos sobre cómo llamarlo, y es con el apelativo “Padre” (Mt 6,9; 11,26); y no solo “Padre”, sino “Abba”, palabra semítica que encierra en sí un tono muy cercano y cariñoso (Mc 14,36).

Además, Jesús no solo practica la oración, sino que la enseña y mueve a los suyos a orar a Dios (Mt 6,9-13), de un modo determinado: orar con sencillez, en lo secreto y con pocas palabras (Mt 6,5-8); con confianza (Lc 11,9-10); siempre y sin desanimarse (Lc 18,1); en espíritu y en verdad (Jn 4,23); para no caer en el momento de la tentación (Lc 22,40); incluso por los perseguidores (Mt 5,44).

Y no solo Jesús ora, sino que también lo hacen otros en los evangelios, como María (Lc 1,46-55), Zacarías (Lc 1,68-79) y Simeón (Lc 2,29-32), por mencionar a algunos.

Tras la resurrección de Jesús, la primera comunidad cristiana aparece en oración, como parte fundamental de su identidad (Hch 2,42; 4,24-30). Finalmente, Pablo, en sus cartas, se presenta como aquel que ora por las comunidades a las que se dirige y que están bajo su cuidado (Ef 1,16; Fil 1,9; 1Tes 1,2), a la vez que les exhorta a que oren (Rom 12,12; Ef 6,18; Col 4,2), invitándoles a que dejen al Espíritu tomar la iniciativa en la oración, para que interceda por el propio orante (Rom 8,26). Como Jesús, Pablo también contempla a Dios como un Dios cercano y al que tratar con confianza, como “Abba” (Rom 8,15; Gal 4,6).


Tras un brevísimo recorrido por la Sagrada Escritura intentando conocer un poco más cómo la oración es presentada, solo nos queda reconocer que en nuestra vida de cristianos no puede faltar esta actitud delante de Dios, en todo momento, ya sea en agradecimiento o petición, en situación de alegría o de tristeza, puesto que Dios, en cualquier circunstancia, vela por nosotros y nos guarda. Especialmente, en este tiempo de Cuaresma, tiempo en que se nos invita a una relación más profunda con el Padre, recibimos la llamada a orar de un modo más intenso con nuestras palabras y también con toda nuestra vida ofrecida a Él, como así nos enseña Dios en su Palabra. La vida de Jesús y de tantos otros no se entiende si no es en relación directa con Dios, que habla y escucha. Esto es orar, y a esto estamos llamados todos los cristianos.

José Miguel Cavas López Licenciado Sagrada Escritura

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