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No es cuestión de mitra

Algo no estamos haciendo bien. Es normal que apreciemos el que cualquier persona pueda ascender en su trabajo y que felicitemos a quien consigue un cargo considerado superior al que tenía anteriormente. Es del todo lícito que quien alcanza puestos de responsabilidad, e incluso de poder, sea reconocido por su valía y, que las aspiraciones de muchos hombres y mujeres sean, que ellos mismos, o semejantes de su entorno, logren subir los diversos escalones que le permitan acceder a una mayor remuneración económica, o a lo que se puede considerar promoción personal, en el logro de nombramientos que comporten también consideración social.


Pero digo que, algo no estamos haciendo bien, porque esta situación, que tanto se da en nuestra sociedad, y que es tan antigua como el ser humano, no puede darse, de ninguna manera, en nuestra Iglesia. En una homilía en Santa Marta dijo el Papa Francisco, al inicio de su pontificado: “La lucha de poder no debe existir en la Iglesia…el verdadero poder es el servicio. Cómo lo hizo Él, que no vino para ser servido, sino para servir, y su servicio ha sido el servicio de la Cruz. Él se humilló hasta la muerte, la muerte en la Cruz, por nosotros, para servirnos a nosotros, para salvarnos. Y no hay otro camino en la Iglesia para seguir adelante. Para el cristiano, ir adelante, progresar significa abajarse”.


No trato de cuestionar la jerarquía eclesiástica, ni mucho menos a aquellos a quienes la misma Iglesia ha confiado cargos de responsabilidad, sino la actitud preocupante por parte de muchos de intentar medrar y buscar hacerse un hueco entre los elegidos para determinados puestos.


Y no lo hacemos bien, porque lo nuestro no es subir sino bajar, no es el ascenso sino el descenso, no es la vanidad sino la humildad, no es el poder sino el servicio. Casi, sin buscarlo ni pretenderlo, es fácil contagiarnos de esquemas sociales en clave de “poder” y terminar colaborando con “una Iglesia mundana”, que el Papa Francisco define, en síntesis, como “una especie de narcisismo, por el que el cristiano está más volcado hacia sí mismo que hacia los demás. Esta mundanidad es un peligro para la Iglesia”, porque es fruto del clericalismo que “es una perversión de la Iglesia. Es el clericalismo el que crea la rigidez. Y debajo de todo tipo de rigidez, hay podredumbre. Siempre", nos advierte el Papa.


En Kinsasa, en un encuentro con sacerdotes y personas consagradas dijo Francisco: “Recordemos que, si vivimos para ‘servirnos’ del pueblo en vez de ‘servir’ al pueblo, el sacerdocio y la vida consagrada se vuelven estériles. No se trata de un trabajo para ganar dinero o tener una posición social”. Y en la visita ad límina de los Obispos de Camerún, por señalar otra de las tantas veces en que nos advierte sobre este peligro, les dijo: “Eviten las tentaciones del poder, de los honores y del dinero”.


Y lo más triste es que lo hemos contagiado. Ya no es sólo un asunto más o menos de cotilleo clerical sino que los mismos seglares comentan y se dirigen a algunos de nosotros, los sacerdotes, por poner un ejemplo, con afirmaciones y convencimientos que, aunque demuestran aprecio y valoración, se alejan del espíritu evangélico y de la esencia de aquello a lo que hemos de aspirar los llamados por el Señor para seguirle y ser hoy su voz, sus pies y sus manos: “Tú llegarás a ser obispo”, “Es raro que a tal cura no lo hayan ascendido”, “Llegarás lejos dentro de la Iglesia…”… No lo estamos haciendo bien.


Incluso, en el seno de las comunidades cristianas, y de muchas Parroquias, se establecen comparativas entre los servicios laicales que prestan unos y otros, no teniendo tanto en cuenta el carisma, puesto al servicio de la comunidad, sino la importancia mayor o menor del cargo o si ese “puesto” comporta estar más o menos cerca del cura o del superior o superiora de turno, regando celotipias y envidias que tanto dañan la fraternidad. En el discurso que realizó el Papa Francisco al simposio “Por una teología fundamental del sacerdocio”, también se refirió a cómo este virus se ha contagiado entre los mismos seglares: “Cuando pienso en el clericalismo, pienso también en la clericalización del laicado, esa promoción de una pequeña elite que entorno al cura termina también por desnaturalizar su misión fundamental”. Incluso, se dan casos, cada vez más frecuentes, donde la forma de contrarrestar el “clericalismo del cura” es a base de potenciar el “clericalismo del laico” donde un catequista, animador o líder de una comunidad, sea hombre o mujer, termina haciendo exactamente lo mismo que aquel en una especie de “quítate tú que me ponga yo”, manteniendo el esquema “maestro/discípulo” que no genera fe adulta, o el de “poder/sumisión” tan poco evangélico. Laicos que se mimetizan como sacerdotes clericalizados.


Lo cristiano no es una cuestión de “mitra”. La aspiración de cualquier sacerdote y de cualquier miembro de la Iglesia ha de ser el “pasar haciendo el bien y curar a los oprimidos por el mal”. La llamada es a la santidad y no al ocupar una u otra forma de servir. La preocupación ha de ser la de encarnarnos y encariñarnos con lo que somos y con lo que hacemos sin obsesiones enfermizas de reconocimientos ni búsquedas descaradas de una determinada posición. El gran piropo que se nos puede hacer a cualquier presbítero, como a cualquier creyente, es que, en nuestra vida, por encima de nuestras fragilidades y contradicciones, somos reflejo de Cristo, de su amor, de su entrega, de su perdón, de su justicia, de su misericordia. El gran piropo no pasa por el deseo o el logro de lo que se puede considerar como un “ascenso”, porque nuestra vocación no es una cuestión de mitra. Al estilo de Juan, el Bautista “Es necesario que Él crezca y que yo disminuya» (Jn 3,30).

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