Hace algunos años asistí a una conferencia asombrosa en la que se abordó el problema del que quisiera hablar ahora. Al celebrarse el vigésimo aniversario de fundación de una universidad, invitaron a un profesor de filosofía a dar una conferencia. Dicho profesor, al comenzar, dijo más o menos lo siguiente: “me han pedido que no leyera mi conferencia porque sería demasiado aburrido.
Como probablemente sea un caos, voy a decir ahora la conclusión, porque solo me interesa que quede clara esta idea: sin filosofía no hay universidad. Lo increíble fue lo que ocurrió después: todo el auditorio (autoridades, administrativos, abogados, médicos…) prorrumpió en grandes aplausos. Con esa frase, dicho profesor expresó algo nuclear para la universidad: lo académico y, por tanto, lo universitario o quiere decir filosófico, es decir, búsqueda desinteresada y gratuita de la verdad, o no quiere decir nada.
Quizás esta afirmación resulte desconcertante, pero contiene algo muy profundo. La universidad no es primeramente un lugar de instrucción profesional o un centro de capacitación para realizar una función social. Ante todo, la universidad se constituye por un conjunto de profesores y alumnos que gratuitamente quieren conocer el mundo en su verdad. Y el adverbio utilizado tiene su importancia: esta investigación siempre tiene su origen en un reconocimiento de algo más grande y que tiene un valor intrínseco. Los antiguos decían por eso que la filosofía solo era posible cuando existía el ocio (no la ociosidad o la vagancia), es decir, cuando existía la dedicación a la verdad porque se consideraba algo en sí mismo valioso. Dicho de otro modo, la universidad debe alegrarse cuando invierte tiempo y recursos para que los profesores y alumnos se acerquen al conocimiento de lo verdadero, porque la verdad vale la pena. En esta línea, de algún modo se deben preservar espacios donde la labor del profesor no sea otra que profundizar en la verdad, aunque ello suponga renuncias. O quizás justamente por eso, porque se hace por el puro valor de la verdad. Preservar este espacio de improductividad es fundamental no solo para salvar la naturaleza histórica de la universidad, sino también porque la recuperación de lo inútil es urgente en nuestra sociedad.
Esto nos lleva a un último punto: ¿por qué es vale la pena buscar la verdad y buscarla gratuitamente? Siempre resulta sorprendente que ya Aristóteles dijera que “si el hombre fuese lo supremo de todo el universo, la virtud más excelente sería la prudencia o la política” (EN VI, 7; 1141 a 20-23). Si reconocemos, sin embargo, que el hombre no es lo supremo, entonces la búsqueda de la verdad se convierte en una ocasión que abre al hombre a la trascendencia. Tengo además la convicción de que el ocio (como tiempo ofrecido a algo más grande) es salvaguarda también de lo verdaderamente humano, porque patentiza que hay algo que lo trasciende. Dicho en términos negativos, cuando la productividad o la actividad (el hacer) se erige como único criterio de valor, consciente o inconscientemente asistimos a la clausura en la cadena de fines de este mundo. Por eso en la universidad hay que recordar siempre esta vocación filosófica presente desde sus orígenes como actividad gratuita que se goza simplemente en la contemplación de la verdad.
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