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Meditación acerca de la agonía


Cuando hablamos de “agonía” a todos nos viene a la mente ese momento crucial y único en el que la persona está debatiéndose entre la vida física, de este mundo conocido y la muerte, o el salto a la otra vida, al más allá de lo físico y lo desconocido.

A todos, este momento, especialmente a los que rodean a la persona que agoniza, nos sugiere interrogantes y hace brotar de nosotros los mayores sentimientos y acciones de compasión: tender una mano, pasar una gasa con agua, aliviar ese momento que observamos de intenso sufrimiento para la persona que lo padece, y por ello, necesitamos salir a socorrer a quien así está. Pero, no podemos saber en realidad cómo se encuentra ni en qué momento se haya quien atraviesa esa situación. Sí, observamos dificultad de respiración, observamos sequedades, observamos convulsiones, observamos un largo etcétera de fenómenos físicos que nos alteran y nos dicen que algo está acaeciendo y casi siempre lleva al final de un periodo.

Y sí, es así este momento crucial de la agonía de cualquier persona, antes de adentrarse en el misterio del paso y cruzar el umbral de la esperanza, o hacia la otra vida, como sugería San Juan Pablo II, Papa con el que nació la cofradía que da nombre al titular: Santísimo Cristo de la Agonía.


Durante la agonía el ser humano se “ahoga” y ahogarse es sumergirse, entrar dentro de sí mismo y desde ahí nacer, como cuando rompe aguas la mujer parturienta, la madre en su interior y la criatura se llena y nada en las aguas de la placenta hasta que es vertido, parido al mundo, de manera análoga podríamos considerar este momento de la agonía, como un sumergirse en las aguas que llevaran a arrojar a la Vida Eterna.

Por ello, me gustaría realizar unas breves consideraciones al respecto de este momento desde una perspectiva creyente y una vivencia cristiana de la existencia como nos atañe, así como desde el punto de vista de la humanidad y humanización que conlleva el “momento” de la agonía.


Empezaremos desde este último punto de vista, es decir, como humanos:

Sin lugar a dudas se trata de un momento único, irremplazable e irrepetible del ser humano y como tal, dotado de dignidad, ha de ser un momento a considerar y cuidar desde todos los medios posibles, tanto asistenciales, morales como espirituales, pues no se trata de visualizar un escarnio y retorcerse en dolor, sino de apostar por estar ahí, acompañando en primer lugar, asistiendo con los medios al alcance que tengamos para aliviar el sufrimiento y compadeciéndonos del que agoniza, es decir, padecer con esa persona, no con lastime rías que no conducen a nada, sino con la piel del otro.


En segundo término, desde la vivencia cristiana, se trata de mirar a Cristo y compartir con Él este momento que ya Él vivió en la Cruz por cada uno de nosotros, y si eres cristiano, aún te vivirás más acompañado y con sentido pleno este momento, ofreciéndolo como un don para la redención y salvación, completando en mi vida lo que falta a la pasión de Cristo en palabras de San Pablo. Se trata del momento de mayor entrega viviéndolo como una ofrenda por la salvación de tu vida y sobre todo, por aquellos a los que amas, a imitación de Cristo que se dejó inmolar como ofrenda al Padre por amor a la humanidad, y desde esta clave de ofrenda, de entrega, la agonía adquiere un nuevo sentido y viveza, pues desde ese momento único, irremplazable e irrepetible de cada uno se transforma en elemento de comunión, de fraternidad, de unión entre los hombres y con Dios.


En último lugar, desde la clave espiritual, se trata del momento de la trascendencia. Si ya el ser humano ha ido y ha sido siempre un ser trascendente, en el sentido de que siempre sale de sí mismo, al hablar, al actuar, al relacionarse desde su más tierna infancia, se trasciende en la compañía, en el trabajo, en la cultura, en su ser social, en este momento llega y se presenta como el culmen de su trascendencia, pues es el paso de abandonar el mundo físico y adentrarse en el inmenso misterio y en el océano del amor incondicional de Dios.


Como hemos visto, este íter o camino fue vivido íntegramente y consciente por Nuestro Señor Jesucristo en la Cruz, momento cumbre de esta agonía y desde dónde prorrumpió las Palabras más hermosas que boca pudo pronunciar, las Siete Palabras, que a modo de “últimas voluntades”, después del Testamento de la Santa Cena, del “amaros los unos a los otros como yo os he amado” nos ha legado:


-Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?

-Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen

-Te lo aseguro, hoy estarás conmigo en el Paraíso.

-Tengo sed

-Mujer, he ahí a tu hijo. Hijo, he ahí a tu Madre.

-Padre, a tus manos, encomiendo mi espíritu

-Todo está cumplido.


Siete Palabras en la agonía de Jesús que reflejan ese momento sublime de sentirse abandonado en su humanidad pero sostenido en los brazos del Padre Dios, de no mirar a sí mismo sino su tarea y misión: salvar del pecado y la muerte a la humanidad, restituyendo el Paraíso perdido por la desobediencia de Adán, asegurando al corazón arrepentido la luz nueva de Dios, regalando el tesoro del amor de Dios en su Madre y no dejándonos huérfanos, sino sostenidos en la Madre que nos cuida y mece, sediento de amor, de fraternidad, de solidaridad, confiando en las manos amorosas del Padre Dios y dando cuentas de que está la tarea realizada, para llegar a la Paz, a vivir en el Padre.


Por ello, al ser Palabras de Jesús, son Palabras de vida eterna, una fuente inagotable cual pozo que emana agua de corrientes dónde hasta las gacelas y cervatillos beben y calman su sed, de igual modo, la agonía del Hijo del Hombre se ha convertido en un vergel y torrente de agua fresca, un surtidor para el que las contempla y vive que hace llenarse de esperanza y fortaleza, así como en un amor grande que sólo se hace más grande en el servicio y la entrega a los demás.


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